El número
trece está repasado por encima con otro marcador rosa y en el seno de la curva
inferior del 3 aparece un ojo llorando, grandes pestañas con lágrimas
inconsolables. Trece días pues, de llanto y dolor.
En el hueco
del quince, una casa como las que todos hemos dibujado alguna vez de niños,
aunque sin la chimenea y el camino de entrada, detalles que dicen
característicos de una infancia despreocupada. En cada fachada hay una cruz,
esa que aparece en los botiquines, los hospitales, las farmacias…La manera que
mi mano encontró para expresar lo enferma que estaba, lo necesitada que me
encontraba, la ayuda que necesitaba.
Y debajo del
diecisiete, dos palabras finales, escuetas, concisas, contundentes y
definitivas: “Mal, mal…” ¿Se puede decir más con menos?
Y después el
silencio…
No es que fuera una revelación inesperada. Ese día finalmente tenía que llegar y yo debía saberlo, pero me había dejado llevar por inercias más fuertes que mi mente y tratando de no pensar para no sufrir, limitándome a malvivir.
Viví los primeros minutos en un estado de semi letargo del que no salí hasta que sin saber cómo, mis pies se encaminaron de súbito y con voluntad propia al baño y
allí, sin percatarme de que comenzaba mi calvario, mi yo interno explotó. He
vertido muchas lágrimas, y por eso se que las de aquel día eran diferentes, de
un amargor que no conocía y que no sabía que podía llegar a conocer. Y el dolor
también era diferente y la sensación de impotencia y de abandono, y de miseria.
Todo era peor, mucho peor. Y saber que nada había para mitigar esa sensación…
¿he mencionado ya el infierno?
El dolor de
saber que tu vida nunca será la misma es abrumador. Sentía la angustia. Como un dique que se rompe, la parte de mí que me permitía sobrevivir, ir tirando, no pudo contener ya más toda la carga y se resquebrajó y rindió. La marea negra salió. Todo se hizo dolorosamente consciente y con la consciencia siempre llegan las lágrimas. ¡Lloré tanto! En ese baño, confesionario solitario, triste cubículo de desesperación.
Una vez leí a
propósito de la gente quemada en la hoguera, que esa forma de morir era
extremadamente dolorosa porque el instinto de huida llega a superar al dolor y
la víctima no alcanza nunca a perder el conocimiento. Ese es el único símil que
se me puede ocurrir, algo extremadamente doloroso sin posibilidad de evasión,
algo de lo que no se puede escapar sin a lo mejor, perder la razón. Ahora
entiendo esa expresión de que la muerte supone un descanso, triste pero ha de
ser cierto. No hay otra manera de huir. Eso o el sufrimiento eterno. ¿el
infierno otra vez? Entiendo a la gente que de tan desesperada acaba haciendo
barbaridades. ¡Dan ganas de golpearse contra la pared, de arrancarse las uñas,
el pelo, los dientes, de gritar hasta quedarse afónica, de arañar, de rasgar,
romper, matar y descuartizar!!
Por supuesto
no hice nada de eso. Y aunque tras ésa, vinieron muchas más visitas al baño,
cada una más dura que la anterior y a pesar de que me sentía diferente por
dentro, la vida con su maldita inercia iba a continuar. Es cierto que me llegué
a sentir tan mal que incluso hice algo que no había hecho nunca: pedir ayuda.
Pero esa ayuda no llegó. A mi alrededor no estaban las personas adecuadas,
nunca lo fueron.
Recordando
ahora a esa pobre mujer tirada encima de las frías baldosas, envuelta en
lágrimas silenciosas y clavándose las uñas en las palmas de las manos hasta
hacerse sangre, no puedo evitar pensar en la inevitabilidad de todo. Cuán
frágil son los sentimientos que nos mantienen en pie, qué distinto el camino
cuando lo recorres pensando en el futuro. Qué estúpidos somos pensando que nada
nos puede hacer daño, siempre hay algo acechando tras la esquina, que nos
herirá en lo más profundo.
Es normal que
esa mujer se levante y tras recomponer su imagen, regrese a su sitio como
cualquier día, coja la agenda que nunca usa y marque un gran cero en mitad de
la página. Ese día comienza a morir de verdad y merece ser señalado.
“Así que la
vida ha pasado y seguirá pasando, y cuando termine, nada, sí, nada, nada que
nos recuerde”. Y con este mal rollo, mi sensibilidad a flor de piel, no estaba
para tonterías. No estaba para aguantar trivialidades ni para soportar
injusticias. Todo me hacía daño, más que de costumbre. Estar mal, sentirme
culpable por estar mal, tener envidia, sentirme culpable por tener envidia,
sentir celos, ¿los sentía? Sí, de la gente feliz.
Pero no
quería rendirme ¡todavía no! Un pequeño detalle, cualquier nimiedad serviría
para animarme a seguir, aunque pasaban los días y no veía señal alguna, es
triste pero el mundo pasaba de mí.
Una noche me
desperté sintiéndome mareada y con temblor. Abrí los ojos y la oscuridad total
me hizo creer por un momento terrible el haberme quedado ciega. “Animo, te tienes que levantar”. Lo hice, encendí la luz, “bueno, no
estoy ciega, menos mal, ni mareada”. Pude levantarme, estaba mejor, con
menos nervios. Pero al volver a la cama no tenía una pizca de sueño. Finalmente
me puse los cascos para escuchar música. Tras una eternidad, volví a quedarme
dormida.
Al día siguiente escribí: Me siento temblorosa pero a la vez
bostezo, a la vez quiero acostarme y quedarme en cama. Tengo débiles las
piernas, no tengo ganas de nada.
…
Y al fin, la luz. Recuerdo mi
primera noche sin lágrimas. Fue durante el fin de semana más frío del invierno,
incluso nevó por la tarde. ¡Qué bonita es la nieve! Salí a la calle con mi
paraguas nuevo a pasear bajo la nieve para después volver a casa a tomar un
chocolate caliente en mi sofá, bajo mi manta y dormir después en mi cama, calentita
bajo mi edredón.
Poco a poco,
llegó el cansancio. Descubrí que hasta de sufrir se cansa uno. Me vi a mí misma
en un futuro diferente. Poco a poco llega de nuevo la esperanza y el optimismo.
Estaba voluntariamente participando en un cambio.
Recuerdo la
última visita al “Baño de las lágrimas”. Las últimas lágrimas, de impotencia,
culpabilidad, autocompasión y sí, de despedida. La vida seguía y por lo visto,
yo con ella.
Por eso, hoy que he encontrado la agenda, he querido recordar.
Pero ahora vuelves al cajón.
FIN
FIN
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