Cuando
éramos pequeñas, mi hermana y yo pasábamos todo el verano en casa de mi
abuela. Mi madre iba con nosotras en
autobús en un viaje que se nos antojaba eterno, allí pasábamos un par de días
las cuatro juntas, y luego ella se
volvía a casa con mi padre hasta que finalmente ambos cogían vacaciones y llegaban
juntos a mediados de agosto para pasar la última quincena del mes de agosto.
Mi
madre dedicaba ese poco tiempo que pasaba con nosotras y la abuela,
principalmente a organizar habitaciones, armarios, coladas y dar instrucciones
precisas a todo el que se le pusiera por delante, incluidas nosotras, que
decíamos que sí a todo sin hacer el mínimo caso, ya que estábamos demasiado
ocupadas en explorar hasta el último rincón de la vieja casa de piedra como si
fuera la primera vez que la veíamos: la cocina de leña, los cuartos de madera
oscura, con camas grandes y pesadas que ocupaban casi todo el espacio; la de la
abuela con una colcha hecha a mano de mil colores y una vieja muñeca de trapo
reposando sobre la almohada, la que ocuparían mis padres, sobre la que colgaba
un cuadro de mi madre el día de su primera comunión y la que ocupábamos
nosotras, con dos cojines de puntillas y un aparador de “princesas” como decía
mamá, porque la madera estaba desteñida y parecía de color rosado.
Por supuesto visitábamos el desván, lleno de
polvo, el patio dónde la abuela tenía un par de conejos y alguna gallina, el
jardín con preciosas plantas y flores , el antiguo pozo que había quedado como
reliquia de un pasado olvidado, y el hórreo al que teníamos prohibido subir por
si nos caíamos pero en el que acabábamos cuando no nos veía nadie. Sólo cuando se nos pasaba el entusiasmo
inicial, empezábamos a ser conscientes de la inminente partida de mamá, a la
que íbamos a despedir a la estación de autobuses. Entonces nos colgábamos de
sus faldas mientras ella nos cubría de besos y nos pedía por enésima vez que
fuéramos buenas y que obedeciésemos a la abuela.
Lo
mejor de aquéllos veranos era la posibilidad de estar al aire libre
permanentemente. Desde que nos levantábamos por la mañana hasta que rendidas
caíamos en nuestras camas, ocupábamos el día en corretear por el jardín, saltar
por el prado, pisar el huerto ante los gritos de la abuela que nos decía que
ese año no íbamos a tener pimientos por nuestra culpa (mentira, nunca en
nuestras vidas hemos vuelto a comer ni a ver tanto pimiento, jamás se acababan)
y en toda suerte de travesuras y juegos que se nos iban ocurriendo sobre la
marcha. Solíamos hacer “ pasteles” y
“tartas” de tierra y agua que luego decorábamos con pétalos de flores y fingíamos
comer en una supuesta merienda de “señoritas” mientras nos pasábamos las tazas
y las cucharas robadas de la cocina diciendo continuamente “gracias” y “por
favor”. También hacíamos collares y adornos para el pelo con flores que
recogíamos en el mismo borde del camino o nos empachábamos comiendo moras de
todos los zarzales que encontrábamos.
Lo
cierto es que en Madrid sobre todo, mi hermanita pequeña era una carga que tenía
que “soportar” y de la que siempre estaba intentando deshacerme, pero en el
pueblo, si no había nadie más, a solas las dos lo compartíamos todo y no nos separábamos
jamás.
Cuando
la abuela nos dejaba subir al pajar, aquello era un regalo. Se trataba de un
espacio enorme enfrente de la casa al que se llegaba por una enclenque escalera
de madera y en el que había un montón de baúles llenos de trastos y ropa vieja
que nos encargábamos de sacar. Nos encantaba disfrazarnos con esa ropa antigua
y a veces martirizábamos también al pobre gato intentando ponerle alguna prenda
que veíamos apropiada para fingir que era nuestro bebé. Por supuesto, eso
explicaba buena parte de los arañazos, aunque no todos, con los que recibíamos
luego a nuestros padres, que escandalizados entre abrazo y abrazo nos
preguntaban dónde habíamos estado restregándonos.
Mis
padres llegaban siempre exhaustos por el largo camino y los meses de duro trabajo.
Mi padre trabajaba en una fábrica de conservas y mi madre limpiaba casas. Tal
eran sus ganas de desconectar del mundo que apenas sí salían de casa y como
mucho se les veía deambular dando largos paseos por la orilla del río cogidos
de la mano, sin prisa y sin hablar. Aunque no recuerdo que mis padres se
profesaran en público grandes muestras de afecto, sin embargo sí les veo yendo
a todas partes de la mano, como niños.
La
abuela Sofía trajinaba en la cocina sin parar, nos atendía a todos como los
huéspedes que éramos y no dejaba que mi madre tocase un solo plato y se
escandalizaba si el que hacía amago de tocarlos era mi padre. Estaba siempre a
nuestra disposición y nunca la oímos quejarse, siempre alegre, siempre riendo,
siempre tarareando canciones que nadie más sabía.
A veces
mi hermana y yo nos sentábamos con ella en lo alto del prado y desde allí
observábamos el apacible discurrir del río, allá en el fondo. Nos preguntaba
por las cosas del colegio, por lo que hacíamos durante el año en Madrid, por
nuestros amigos, nuestros juegos... y a nosotras nos faltaba tiempo para
explicarle atropelladamente nuestras apretadas agendas infantiles. Aprovechaba para soltarnos el pelo que mamá
nos recogía en sendas coletas y nos hacía bonitas trenzas que nosotras
tratábamos de imitar en nuestras muñecas.
Ella
también hablaba y aún recuerdo el tono y la cadencia de su voz, tan suaves como
la brisa que a veces hacía ondear nuestras faldas. Nos contaba historias de
cuando ella también era niña como nosotras, en la antigua casa que ya no
existía, y sobre cuyos escombros el abuelo había construido con sus manos la
que ahora habitábamos.
-La
guerra lo destrozó todo – decía con la vista perdida-. Pero siempre supe que
volvería.
Historias
de cuando vivía en Madrid, de cómo conoció al abuelo a quién veía todos los días
cuando iba a la academia de costura. El era el chófer del autobús y desde que
descubrieron su común origen gallego, charlaban sin parar durante el trayecto.
Finalmente se casaron y decidieron regresar a Galicia, aprovechando ese terruño que por
ley era de la abuela , con una casa que ya no existía pero que ellos
reconstruyeron para fundar su hogar a fuerza de trabajo duro. No les duró mucho
la felicidad sin embargo, el abuelo murió poco después en un desgraciado
accidente con el tractor, pero de esas cosas la abuela nunca nos contaba nada.
Nos
contaba anécdotas de nuestra madre y de nuestro tío Andrés, el hermano de mamá
al que casi nunca veíamos porque hacía
años que vivía en Francia. Sólo de vez
en cuando venía a pasar unos días con su familia. Yo estaba deseando que
vinieran porque mi prima y yo nos entendíamos a la perfección, teníamos la
misma edad y disfrutábamos cada minuto que pasábamos juntas, pero no siempre
nos encontrábamos y yo tenía que “conformarme” con pasar el rato con mi
hermana, que cada año me iba pareciendo más pequeña que yo. ¡Qué curiosa
percepción del tiempo cuando vamos creciendo!.
-Cuando
yo era pequeñita como vosotras,-decía la abuela-, teníamos dos vacas en casa.
Yo quería ordeñarlas pero mi madre y la tía nunca me dejaban. Un día me levanté
antes que ellas y entré en la cuadra. En la casa vieja, la cuadra estaba justo
detrás y comunicaba con la cocina por una puerta ancha y pesada. Coloqué el
banquito para sentarme y el cubo, como
había visto hacer mil veces y me dispuse a ordeñar a vaca que encontré primero,
que resultó ser Marcela, la vaca pelirroja. La otra era Paloma, que tenía
manchas blancas y negras y que aprovechando la puerta que yo había dejado
abierta sin darme cuenta, entró en la cocina. –nosotras que ya sabíamos el
final de la historia, mil veces contada, nos tapábamos la boca en ese momento
para contener la risa-.
-El
caso es, -continuaba la abuela- que mientras yo me las apañaba más mal que bien
con la tetilla de la vaca Marcela, su compañera Paloma estaba de excursión por
el interior de la casa, entró en el cuarto de madre y de la tía volcando una
silla por el camino, con lo que las dos mujeres se despertaron sobresaltadas
para encontrarse a la vaca recostada a los pies de la cama masticando una vieja
manta. Tal fue el susto que se llevaron que las dos salieron corriendo en
camisón gritando que habían visto al diablo.
Mi madre cogió la escopeta de mi
padre, que colgaba encima de la ventana del cuarto pero con la confusión y el miedo que tenía no se acordaba de dónde
estaba guardada la munición y empezó a revolver armarios y vaciar arcones. De
todos modos para entonces la tía ya había descubierto a la verdadera
responsable del desaguisado y me llevaba de vuelta a la cama agarrada de una
oreja. Eso sí, no solté en ningún
momento el barreño con las pocas gotas que conseguí robarle a Marcela.
Mi hermana ya no aguantaba más y al llegar el
final de la historia, se tiraba por el suelo de la risa que le daba y empezaba
a rodar prado abajo ante los falsos grititos de preocupación de mi abuela.
Y así
transcurrían los días, sin tiempo ni obligaciones ni preocupaciones, hasta el
día de volver a casa, en el que nos levantábamos todos de mal humor, mi madre
preparaba las maletas sin hablar con nadie, mi padre se dedicaba serio a lavar
el coche en el patio trasero con mucha más concentración de la necesaria y mi
abuela, desaparecía sin que nunca supiéramos dónde estaba.
Ahora se que se
escondía para llorar por la inminente separación, para no tener que llorar luego cuando nos
cubría de besos y nos daba los últimos regalos para que nos los lleváramos a
casa. Mi hermana ha heredado esa manera de la abuela, cuando algo la apena, llora
mares y ríos y lagos, aunque siempre en solitario, luego aparece con los ojos
rojos y la nariz congestionada esgrimiendo la más amplia de las sonrisas, y los
demás nos debatimos entre las ganas de sacudirla por ser tan tonta y no
pedir ayuda y las de abrazarla y arrullarla como cuando era un bebé.
El
último verano, mi abuela nos entregó ya en el coche los que iban a ser sus
últimos regalos. Los abrimos cuando ya estábamos a mitad de camino, mi madre no
nos dejó hacerlo antes.
-¡Marcela!
-gritó excitada mi hermana cuando terminó de desenvolver el suyo y encontró una
vaca de peluche. Yo aún me peleaba con el papel de regalo en el que venía
envuelto el mío, aunque ya sabía lo que iba a encontrar.
-Paloma –dije bajito. Y Cata y yo nos miramos,
cómplices, sintiendo esa conexión especial, de hermanas y niñas.