¡Ah! El
amor …
Se
conocieron en el trabajo. Ella acababa de terminar la carrera, cinco años de
hincar codos y mal dormir para superar con nota todas las asignaturas de
Derecho Económico. Primera de su promoción, aunque eso no impidió que anduviese
unos meses deambulando por ahí, sin encontrar nada ajustado a su capacidad y a
su talento. Pero finalmente la oportunidad llegó y la llamada tuvo lugar: uno
de los bufetes más prestigiosos de la ciudad la reclamaba.
Por su
parte, él ya llevaba unos años peleando con clientes y jefes, sin demasiado
convicción, eso sí, porque lo suyo nunca había sido vocacional, sino más bien
fruto de la herencia y el destino. Nieto e hijo de abogados, la cosa estaba
clara. Podría haberse rebelado, desde luego, pero no se dio el caso, y no por
falta de iniciativa sino de ganas, era demasiado perezoso para emprender una
lucha que no estaba seguro que le fuera a reportar algo mejor de lo que tenía.
Simplemente no se lo planteaba.
Al
principio no se gustaron, eran demasiado diferentes y no parecían coincidir en
nada. No importaba, ya que las relaciones profesionales pueden ser así, sin
obligaciones personales. Pero tras varios meses coincidiendo a la hora de la
comida, las conversaciones habían ido adquiriendo cada vez tonos más profundos,
demostrando que más allá de las apariencias, había un poso común que no les
importaba compartir.
Cuando
alguien no te cae del todo bien, uno se siente liberado de la presión de gustar
en reciprocidad y como consecuencia, se produce algo muy curioso, aflora
nuestro verdadero yo, sin fingimientos (¿para qué?) ni pretensiones. Así se dio
la paradoja de que fueron entablando una relación estrecha sin dobles lecturas
y más basada en la sinceridad que la que mantenían cada uno de los dos con sus
respectivos amigos.
El
trato continuado también hace que lo que al principio parecía disgustarnos, ya
no lo hace tanto, y lo que no nos parecía atractivo, a fuerza de costumbre, se
vuelve agradablemente cotidiano.
Finalmente
quedaron un día fuera del despacho. ¿Fue idea de él o de ella? Ninguno lo
recordaba. Una tarde soleada de primavera, con ese olor en el aire que evoca el
renacimiento que está a punto de suceder. Pasearon juntos por la ciudad,
enseñándose mutuamente sus sitios favoritos, tomaron café él y refresco ella en
una terraza, aún a medio preparar , sorprendida quizás por la inminente llegada
del buen tiempo y hablaron de todo lo que en una oficina no da pie a hablar, no
por nada, sino porque parece que no pega: la infancia, la familia, los sueños,
las esperanzas, los miedos… y ahí terminaron de confirmar que después de todo
no eran tan diferentes.
Los
fines de semana dejaron de ser para la familia y los amigos, ya sólo contaban
las horas pasadas juntos, momentos esperados, anhelados, horas, minutos que
volaban sin darse cuenta y sin haber hecho nada en especial. Sin percatarse siquiera, llegó ese momento en
que cada uno reconocía en el otro a ese ser tan familiar que llenaba cada
momento del presente, y sin cuya presencia ya no se recordaba el pasado ni se
imaginaba el futuro.
Un día
de noviembre, ¡medio año ya! bajo la lluvia, paseaban cogidos de la mano, como
adolescentes, deteniéndose en cada escaparate para compartir besos y caricias,
para comentar tonterías y reírse de naderías. Tras el cristal de una tienda
ella vio a Genoveva. Aún no se llamaba así, claro, no se llamaba de ninguna
manera, era un peluche solitario y anónimo, sin personalidad porque no tenía
dueño. Sólo era una jirafa sentada sobre
sus cuatro patas.
-
¡Mira qué graciosa la jirafa! – exclamó ella divertida y siguieron caminando.
Al día
siguiente, la jirafa Genoveva estaba en su escritorio con un lazo y una nota.
El amor es lo que tiene, provoca esa necesidad urgente de hacer feliz al otro, para ser feliz uno
mismo.
La
llamó Genoveva porque coincidió que en ese momento estaba leyendo la historia de Genoveva de Brabante y estaba
fascinada y aterrada al mismo tiempo por el destino de esa mujer y su
hijo. Tal vez era un nombre demasiado
cargado de tragedia para una inocente jirafa sonriente, pero nadie elige su
nombre al fin y al cabo.
Genoveva reposó sus largas patas en el
cuarto de ella unas pocas semanas, luego lo hizo en el cuarto compartido cuando
la pareja decidió que el tiempo que pasaban juntos no era suficiente y tenían
que vivir juntos en un hogar nuevo, y mucho, mucho más tarde, pasó a reposar en
el cuarto de su hija. Allí sigue, velando el sueño de mi sobrina Nora.
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