Sofía apenas
tenía 3 años cuando el viento comenzó a traer junto con los habituales trinos de los pájaros y el zumbido de los
insectos, otros sonidos desconocidos aunque afortunadamente para quién los
reconocía, de momento, distantes. Su madre le explicó un día que eran los cañones
de la guerra y Sofía pasaba las noches intentando descifrar por el ruido, cómo
sería un cañón y cómo sería la guerra. Ningún mayor hablaba de ello y su
imaginación se alimentaba de conversaciones furtivas escuchadas a medias,
adultos susurrando en los rincones, con expresión angustiada y la cabeza baja
que retomaban con fingido entusiasmo las tareas cotidianas cuando ella se
acercaba.
Sabía,
eso sí, que la guerra era ese sitio a dónde un día había ido su padre, a quién ya
casi no recordaba. A veces, en la oscuridad de la noche, arrebujada entre las
mil mantas con que su madre la tapaba en un infructuoso intento de quitarle el
frío que se colaba inmisericorde a través de las grietas de la casa, veía
imágenes difusas de un hombre y una niña corriendo y riendo en el prado, bajo
la inexpresiva mirada de las vacas que de vez en cuando levantaban la cabeza
del suelo en que pastaban, imágenes que cada vez se le aparecían más borrosas.
Le daba miedo preguntar a su madre y a sus tías, porque sabía que ellas no querían
contestar, así que se limitaba a cerrar los ojos e imaginar.
Sofía
era muy pequeña para ocuparse de ninguna de las tareas de la casa y no había
más niños en la aldea con quién entretenerse. Pasaba los días detrás de las
faldas de su madre, viendo como se ocupaba de los animales, del pequeño huerto
y de la casa. Su madre se levantaba antes que el sol para ordeñar las dos vacas
que aún les quedaban, limpiar las cuadras y dar de comer al cerdo, al conejo y
a las gallinas. Si el tiempo era bueno, dejaba que las vacas pastaran al aire
libre pero si el día amanecía demasiado frío, tenía que acarrear hasta la
cuadra grandes fardos de hierba que
cargaba sobre su espalda ya permanentemente encorvada. Luego era el turno de las
labores de la huerta. Sofía se sentaba a su lado sobre la tierra húmeda y
enterraba los dedos, haciendo surcos que el aire siempre acababa rellenando.
“Nena, ponte mi delantal debajo del culo”, le decía su madre, pero el delantal acababa olvidado cuando se
levantaba tras el rastro de algún bicho que había llamado su atención.
El
mejor momento del día era al volver a casa, ateridas de frío, cuando su madre
encendía la cocina de leña y lentamente la cocina iba caldeándose y ellas iban
despojándose poco a poco de capas de ropa. Capas que había que volver a ponerse
a la hora de salir hacia las habitaciones.
Antes
dormían juntas pero la tía Ana le había hecho notar a su madre hacía unas semanas
que la nena ya era lo bastante grande como para dormir sola. Hasta entonces,
Sofía no había tenido sentimientos especiales por nadie que no fueran su madre
o ese padre ausente y ya medio olvidado; el resto de las personas le eran
indiferentes. Pero a partir de ese
momento, la tía Ana pasó a una categoría recién creada de “personas que no
gustan” y Sofía tuvo que empezar a dormir con su muñeca de trapo en vez de con
su madre.
Con la
llegada de la primavera, las flores comenzaron a desperezarse perezosas en
busca del tímido sol que calentaba con
más fuerza y durante más tiempo que hacía apenas unos días, para regocijo de
Sofía, que ahora pasaba más tiempo alejada de su madre haciendo pequeños ramos
de flores silvestres que luego metía en algún vaso de agua en la cocina. Los
prados y campos empezaron a cubrirse con mil tonos de verde y todos los árboles
desplegaban el poderío de sus ramas anticipando los frutos que en breve
ofrecerían a quién quisiera cogerlos. Los pájaros, eufóricos, surcaban los
cielos mezclando ritmos y melodías. El aire olía mejor y esas noches más
cortas, menos frías, suponían una bendición en todas las casas del valle.
Otro
tipo de cambios sin embargo, no fueron tan bien recibidos. Los sonidos hasta entonces lejanos de
“cañonazos y bombas” (dos palabras nuevas que Sofía había
aprendido ese invierno) ya no lo estaban tanto. Cada vez se oían con más fuerza
las explosiones y a menudo, las noticias sobre tal o cuál batalla (otra palabra
nueva) llegaban antes, no por la rapidez de los mensajeros, sino porque el
lugar de la batalla en cuestión se encontraba más cerca.
Otros
años, la primavera había traído sonrisas y ánimos más relajados a las personas
mayores, pero este año, Sofía se había dado cuenta de que no estaba siendo así.
Sus caras se vestían demasiado a menudo de amargos rictus de preocupación y en
más ocasiones de las deseadas, ya no se acordaban de fingir otra cosa en su
presencia.
Su
madre la despertó una noche y le ordenó que se vistiera deprisa. Medio dormida
aún, pudo ver que ella llevaba puesto el traje que reservaba para los domingos
de mercado, al igual que la tía Ana que miraba desde la puerta, con un par de
maletas a los pies.
-Nos vamos de viaje, nena. Vamos a visitar a los tíos de Madrid –, le
dijo por fin su madre mientras le terminaba de abrochar la chaqueta.
Sofía
tenía un montón de preguntas, estaba segura de que esas no eran horas para
hacer ningún viaje, pero no podía hacer ninguna ante los continuos “Chssst” y
“Date prisa” de las dos mujeres. Aún sin
respuestas, intuía que ese viaje iba a suponer una larga ausencia así que en el
último momento cogió a su muñeca, y así
agarrada a ese trozo de trapo y en brazos de su madre abandonó para siempre el
que había sido su primer hogar.
Era
noche cerrada pero las dos mujeres se las ingeniaban para seguir el camino
hasta el río, dónde unos murmullos entrecortados revelaban la presencia de más
gente de la aldea, que como ellas, caminaban en la sombra, con bultos en las
manos y sobre sus cabezas. Tras varias horas de caminata en silencio, el tímido
sol comenzó a salir entre las colinas, lo suficiente para ver el carro que les
esperaba y dónde montaron amontonados para que no tuviera que hacer más viajes.
Al
mediodía ya estaban en la ciudad dónde su madre, la tía Ana y ella se montaron en
un vagón de tren que las conduciría a Madrid. Rendidas, las tres cayeron
dormidas en apenas unos minutos, apoyadas las cabezas de su madre y la tía y
bajo el brazo de su madre ella, sujetando en el regazo la muñeca.
Y Sofía
soñó.
Soñó con
el último día que había visto a su padre. Era día de mercado en el pueblo. El
la llevaba cogida de la mano mientras paseaban entre los puestos de los
feriantes. Su madre estaba en uno de ellos, sentada delante de cestas repletas
de tomates, lechugas, huevos y quesos que ella misma elaboraba. El día no se
estaba dando muy bien, la gente no tenía muchas ganas de gastar.
Más
allá de los puestos de alimentos, en la
parte de arriba de la plaza, se colocaban otros que a Sofía le gustaba más
mirar. En algunos había artículos para el hogar (cestos, menaje, ropa de
cama), en otros, herramientas de
trabajo, en otros cachivaches que nadie, ni siquiera su padre parecía saber
para qué servían, en otros, jabones, lociones y cremas y a veces, no siempre,
había alguno con dulces para los niños.
Sofía
brincaba más que caminaba, moviendo su cabeza de un lado a otro, principalmente
buscando ese último puesto dónde sabía que su padre no podría resistirse a
comprarle algún regaliz o caramelo o en ocasiones hasta algún juguetito que el
feriante de turno dejaba colgados convenientemente a la altura de los más
pequeños. Y precisamente allí, colgada del pelo, estaba Violeta, esperando.
Violeta
estaba hecha de trapo y ya había trotado bastante para su corta vida. De hecho,
era una muñeca de segunda mano pero con un lavado de cara y unos remiendos, la
vendedora pensaba que aún tenía posibilidades de venderla, como así fue. Era el
juguete más barato del puesto, el padre de Sofía no se podía haber permitido
ningún otro. Pero eso Sofía no lo sabía ni le importaba. Su nueva adquisición,
la primera muñeca que tenía en su corta vida, sin contar las mazorcas de maíz
con las que habitualmente jugaba, era lo más bonito del mundo, y lo sería
siempre, pasara lo que pasara.
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