La
ardilla Marie llegó a mi vida unas navidades, las primeras que pasé lejos de mis
padres y mi hermana. Yo tenía diecisiete años, benditos diecisiete, cuando mi
única preocupación era tratar de disimular una,
creía yo, enfermiza timidez. Cuando íbamos al pueblo de mis padres en
verano, solía coincidir con mi prima Elisa que también iba
con sus padres a pasar unos días. Nos
encantaba estar juntas, era mi prima favorita y juntas no parábamos
de meternos en líos, generalmente iniciados por Elisa, siempre mucho más
lanzada que yo y más espabilada también a la hora de justificar con excusas
nuestras travesuras. Elisa hablaba por los codos y con lo callada que era yo,
éramos la pareja perfecta para el desastre.
Mi
prima vivía por entonces en Francia con
sus padres y su hermano pequeño, un mocoso que siempre andaba detrás de nosotras
y al que teníamos que despistar junto también a mi hermana pequeña, para que
nos dejaran en paz. Nos creíamos
demasiado mayores para ir con los “pequeños”.
En esa
época para mí Francia y París eran palabras sinónimas y me sonaba todo a deleite
y sofisticación, a una idea sacada de
alguna película, tan romántica como poco real, a señoritas con coleta y a
caballeros con gorrito. Por supuesto, desde la ventana de todo parisino se veía
la torre Eifflel, no podía ser de otro modo. Me daba mucha envidia mi prima,
quería cambiarme por ella, qué estupendo vivir en Francia y hablar francés y no
en nuestro “aburrido” Madrid. Año tras año les daba la tabarra a mis padres
para que fuéramos a visitar al tío Andrés, sobre todo a mi madre, porque el tío
era hermano suyo y siempre intentaba camelármela con ese pretexto pero nunca
funcionaba, siempre había alguna excusa. Un año sin embargo, supongo que hartos
de escucharme, por fin lo arreglaron todo para una visita aunque era yo la
única que iba a ir. ¡Mi primer viaje
sola! No me importaron ni las interminables horas de autobús, ni el frío ni la
lluvia ni el idioma, todo era soportable con tal de llegar al destino
reluciente de colores que imaginaba en mi cabeza.
Resulta
que mis tíos vivían en un pueblecito a una hora de París, del que ya ni
recuerdo el nombre, en un barrio eminentemente obrero al que se habían
trasladado en los años setenta, como tantos otros gallegos en busca de un
futuro mejor. Iba a ser una solución temporal, mientras ahorraban lo suficiente
para empezar su vida en común, pero habían pasado casi treinta años y cada vez
se hablaba menos en voz alta del regreso, aunque la idea estaba ahí
siempre, flotando invisible.
En
aquel villorrio francés no había nada interesante que ver ni que hacer. Una calle principal lo recorría de punta a
punta y allí se situaban en perfecta fila el ayuntamiento, el colegio, el
instituto y un cine con cafetería. Alrededor se desplegaban unas callejuelas
intrincadas que no seguían ningún trazado urbanístico lógico y que estaban repletas
de pequeño comercios que cerraban por la tarde casi a la hora en la que en
España se abría. Por lo menos yo fui en Navidad, cuando unos altavoces
estratégicamente situados, inundaban el ambiente con villancicos, supliendo al
menos la carencia de personas en la calle con algo de ambiente navideño, que si
no, aquello hubiera parecido OK Corral antes del duelo. Y panaderías, muchas panaderías, tantas como
bares en España. Yo nunca había visto tantas y me costaba creer que hubiera
clientela para todas. Supongo que algunas sobrevivían o malvivían gracias a algún
tipo de inercia, porque yo nunca vi a nadie dentro.
Estaba
tan ilusionada porque iba a ir a FRANCIA, así en mayúsculas, con la esperanza
de ver maravillas, de pasear por París, de oír y practicar francés, de conocer
gente interesante y comer delicias con nombres impronunciables. Y sobre todo
quería contar a la vuelta a todas mis amigas de entonces cada detalle
fantástico del viaje. Siempre era yo la que escuchaba sus historias, por fin
había llegado mi momento.
Pero las
navidades cosmopolitas que esperaba resultaron ser unas vacaciones corrientes y
molientes en un pueblo que podía haber sido el de siempre, el de mis padres, dónde
aún vivía mi abuela y al que íbamos invariablemente cada año en verano y dónde
Elisa y yo nos lo pasábamos mil veces mejor que nos lo pasamos aquel año. Ni rastro de París, que estaba demasiado lejos
y mis tíos demasiado ocupados para llevarme.
El mayor enclave turístico del pueblo era el río que rodeaba el pueblo y
que transportaba los vertidos de todas las fábricas de las afueras. La
gastronomía que pensaba descubrir no existía en una casa de inmigrantes dónde
mi tía cocinaba los mismos platos gallegos que mi madre, y en cuanto al idioma,
mis tíos, mi prima y mi primo hablaban una perfecta mezcla de español –gallego dentro
de las paredes de su hogar. Fuera de ese hogar, yo sólo me relacioné una tarde con los
compañeros de cllase de mi prima, la mayoría también hijos de emigrantes, con quiénes acudimos a una fiesta a la que
tuvimos que ir en tren cruzando páramos desiertos, en la casa de un conocido de
todos ellos, dónde comimos bombones y bebimos refrescos mientras escuchábamos
música de grupos españoles, que por muy
increíble y frustrante que pareciera, resulta que se habían puesto de
moda en Francia por esas fechas. Mi
conversación más larga fue con el anfitrión que intentaba explicarme las
costumbres navideñas locales pero los dos acabamos pasándonos al inglés sino por
pereza, tal vez por aburrimiento.
Para mis
tíos, que habían crecido los dos al aire libre, en plena huerta, vivir en un
pisito minúsculo suponía una especie de penitencia de la que esperaban salir
algún día, con fuerzas renovadas. Pero tal vez porque cada vez veían más lejos
el momento, mi tío había empezado a suplir la carencia de la tierra con un
huerto minúsculo a las afueras,
arrendado al ayuntamiento y dónde se pasaba las horas muertas entre unos
escasos calabacines, tomates y lechugas, que apenas llegaban para las ensaladas
de la familia. Mi tía trabajaba limpiando casas que no eran suyas y volvía
cerca de la noche, acalorada y despeinada, malhumorada y cansada y se ponía a improvisar la cena y a quejarse
de lo poco que mi tío ayudaba en casa. “Este hombre es un caso. Cuando era
joven, no se acercaba a una azada y mírale ahora. Si hubiera mostrado el mismo
interés por la tierra hace años, otro gallo nos habría cantado.” – esa era la
letanía de mi tía todas y cada una de las noches que pasé con ellos.
Aquel
invierno hizo un frío de mil demonios y mi prima y yo apenas podíamos salir a
dar breves paseos que nos congelaban las manos
y los pies en medio de calles desiertas y que nos hacían desear no haber
salido de casa. A insistencia mía, un día fuimos al cine, a ver una película
cuya fecha de estreno ya había quedado en el olvido, pero cualquier cosa me
parecía mejor que tomar otro chocolate en una cafetería vacía. Me quedé dormida
durante la proyección.
El día
antes de mi partida, mi tía me llevó en un rápido tour por los pocos comercios del
pueblo y compró todos los regalos para mi familia que yo debía cargar en mi
minúscula maleta: para mi madre, -que no ha bebido té nunca, si acaso alguna vez
por descuido-, una tetera, una pipa para
mi padre no fumador, para mi hermana un papá Nöel a pilas que movía el brazo
haciendo sonar una campanilla y por último, para mí, un plato y una taza de
desayuno con una imagen de la torre Eiffel y una inscripción que ponía
“Recuerdo de París”, artísticamente embalado dentro de una cestita junto a un
peluche (¿sabéis esos regalos dónde el
embalaje es mejor que lo que hay dentro?).
Y con esos “souvenirs”, las pocas fotos que hice y toda mi ropa sucia,
volví a casa, dando por finalizado mi primer viaje de adulta al extranjero y
pensando en las pocas ganas que tenía de volver al instituto y encontrarme con
mis amigas.
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