Lucía y
Catalina se recordaban siempre siendo amigas. No sólo amigas, sino las “mejores
amigas”. Sus padres vivían en el mismo edificio y ellas habían crecido
prácticamente juntas, escalera arriba, escalera abajo, compartiendo juegos,
colegio, amigos y algo más tarde, facultad y hasta algún que otro novio. Lucía
no tenía más hermanos o hermanas, algo
que sin duda ayudó a acrecentar aún más
el lazo que la unía a Catalina, quién sí que tenía una hermana mayor pero los
cinco años de diferencia entre ellas, salvo en contadas ocasiones, suponían una
gran distancia.
Por eso
el día que Lucía anunció que se casaba y se trasladaba a vivir a otro país fue
tan duro.
-¡Australia
nada menos! -¿no podías irte más lejos! – Catalina se llevó las manos a la
cabeza. Tanto paseo por la playa aquel verano y al final Lucía y el surfero
australiano con el que empezaron a hablar un día tonto de verano, habían hecho
algo más que intimar.
Catalina
llevaba ya un año casada con un compañero al que conoció en el bufete dónde
trabajó al terminar la carrera, sin que ese hecho hubiera afectado al tiempo
que seguían compartiendo juntas, a las charlas interminables, a los planes de “solo chicas” una vez al mes,
pero esta nueva situación sí prometía ser diferente. Estaban el teléfono y las
redes sociales, claro, pero las dos temían que no fuera lo mismo.
Catalina
pidió un día libre en el trabajo y se encerró en casa a llorar aprovechando que
su marido hacía esa semana horas extras. No quería hablar con nadie, quería
sumergirse en su pena, saborearla, saciarse de ella. Solo así podría luego
continuar. Siempre había sido su manera de afrontar la tristeza.
Organizaron
como no podía ser de otro modo una fiesta de despedida, en la que no había más invitados que ellas dos,
vieron una película, comieron chuches, rieron, lloraron a ratos y finalmente se
despidieron con un abrazo y un regalo. Lucía le había comprado a Catalina un
suave osito que llevaba una camiseta verde con la inscripción “Forever Friends”
y Catalina le dio a Lucía, un enorme -¡cómo no!- koala gris también de peluche,
con unos enormes ojos saltones.
- –Se llama Giorgio –dijo Catalina entre risas-. Giorgio había sido un
“ligue” de Lucía en un viaje de fin de curso que hicieron a Italia, cuando aún
estaban en el instituto. –Trátale bien-. Ahora reían las dos.
Esa fue
la última vez que estuvieron juntas. La vida nos lleva de la mano y no tenemos
más remedio que seguirla. Con un nuevo trabajo, un nuevo país, y pronto una
familia, Lucía fue construyendo su futuro al igual que Catalina siguió
construyendo el suyo. Estaba el teléfono sí, pero no era lo mismo y las
llamadas y los mensajes cada vez eran más espaciados.
Pero no
dejamos atrás tan fácilmente nuestra niñez, siempre hay un momento para el
recuerdo, la sonrisa y el suspiro.
Catalina
hizo una lámpara infantil con el osito “Forever Friends” para la habitación de
su hija Nora. Se le ocurrió la idea viendo una revista de decoración e
inmediatamente se puso a ello. Se trataba de colgar a la típica lámpara globo
una cestita para simular un globo. El osito estaba en la cesta, disfrutando del
inesperado viaje. Cuando le envió la foto a Lucía, ésta estaba en una cena con
los compañeros de trabajo de su marido y no pudo evitar enseñársela a todos,
que aplaudieron la idea entusiasmados. Como resultado, la mitad de los colegas
de su marido, tenían en las habitaciones de sus hijos una lámpara similar. Catalina
al parecer había creado tendencia en el extranjero. ¡Australia, nada menos!
Lucía
por su parte, que no carecía de sentido del humor, vistió a Giorgio de
Cocodrilo Dundee, y colocó al muñeco en el lugar más visible de la entrada. A
las visitas les encantaba y Catalina reía cuando Lucía se lo contaba.
- –Este año seguro que sacamos un hueco y quedamos para vernos, Cata
–decía Lucía al teléfono.
- –Claro, cogemos unos días de vacaciones y nos vamos por ahí “sólo
chicas” –contestaba Catalina.
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