Si es que no quieren, no les importa.
Les da igual que la vida consista sea mediocre,
que ningún fuego caliente el alimento de la mente,
sólo el del efímero cuerpo.
Ni piensan ni sienten ni aprecian, están vacios,
huecos por dentro.
Como mecanismos autómatas o marionetas ridículas,
no quieren nada diferente, no esperan ni anhelan o respiran,
solo miran sin ver.
Se dejan llevar como el pez en la corriente,
ni una línea fuera del trazado,
ni una coma fuera de su sitio.
Predecibles e insulsos, aburridos.
NO quieren ni les importa.
¡A mí sí! ¡A mí sí!
¡No quiero rendirme! ¡No puedo! No!
¡Yo sí quiero!
Lo gritaré hasta quedarme muda. ¡Yo sí!
No cambian las cosas si yo voy o vengo, no mueren las rosas en un solo momento; se tarda un suspiro, un suspiro lento, que flota en el aire y seduce al poeta; un suspiro lento, que sale del alma y ya nunca regresa.
sábado, 30 de enero de 2016
miércoles, 27 de enero de 2016
lunes, 25 de enero de 2016
El viento no me deja olvidar
Algunas veces viajan en el viento voces despreocupadas e ignorantes,
aromas de otras casas.
Son retazos de conversaciones distantes, alguna risa, algún secreto o rumor.
Es el sonido de otras mesas, el tintineo de la felicidad ajena,
los olores de otra comunidad.
El viento me habla y al hacerlo me humilla.
El viento no me deja olvidar.
aromas de otras casas.
Son retazos de conversaciones distantes, alguna risa, algún secreto o rumor.
Es el sonido de otras mesas, el tintineo de la felicidad ajena,
los olores de otra comunidad.
El viento me habla y al hacerlo me humilla.
El viento no me deja olvidar.
sábado, 23 de enero de 2016
La piedra
Caminaba por el bosque
escuchando en derredor,
caminaba sola.
Lluvia y calor extraño,
tierra húmeda, apartando hojas y ramas,
iba desnuda, estaba serena,
caminaba sola.
Encontré la piedra,
no era lo que buscaba pero aquí la tengo,
la guardé.
Fría, dura, suave y lisa,
resplandece cuando no hay luz,
me acompaña si no estás,
vela mis sueños, me cuida,
atrapa mi mirada.
Caminaba por el bosque
escuchando en derredor,
caminaba sola.
Buscaba algo, no recuerdo el qué,
no lo encontré, pero estaba serena,
caminaba sola.
Piedra mojada a la orilla del río,
golpeada por la corriente,
tentación de caminantes,
obscena y resbaladiza piel,
risa perversa de triunfo final.
escuchando en derredor,
caminaba sola.
Lluvia y calor extraño,
tierra húmeda, apartando hojas y ramas,
iba desnuda, estaba serena,
caminaba sola.
Encontré la piedra,
no era lo que buscaba pero aquí la tengo,
la guardé.
Fría, dura, suave y lisa,
resplandece cuando no hay luz,
me acompaña si no estás,
vela mis sueños, me cuida,
atrapa mi mirada.
Caminaba por el bosque
escuchando en derredor,
caminaba sola.
Buscaba algo, no recuerdo el qué,
no lo encontré, pero estaba serena,
caminaba sola.
Piedra mojada a la orilla del río,
golpeada por la corriente,
tentación de caminantes,
obscena y resbaladiza piel,
risa perversa de triunfo final.
miércoles, 20 de enero de 2016
Antes de la tormenta
Sí, ya está aquí.
Cuando los cuervos cantan y se acerca el viento.
Cierro los ojos y entre los arboles rugen olas.
Sube la marea, anunciando que con la pleamar, llega la tormenta.
Los abro y de repente el silencio, un instante de tiempo congelado.
La calma que precede.
Sí, ya llega.
Cuando los cuervos cantan y se acerca el viento.
Cierro los ojos y entre los arboles rugen olas.
Sube la marea, anunciando que con la pleamar, llega la tormenta.
Los abro y de repente el silencio, un instante de tiempo congelado.
La calma que precede.
Sí, ya llega.
domingo, 17 de enero de 2016
Relevo
Algo se mueve,
ya se acerca la noche,
la luz se oculta.
Sonidos y murmullos,
el grillo canta,
cruje una rama.
Allá arriba el trino
de un pájaro audaz,
tan solitario como yo.
Una manzana cae,
el viento la arrancó,
el pájaro huye.
Unos ojos se asoman,
otro mundo diferente comienza.
Cedo mi sitio.
Adiós.
ya se acerca la noche,
la luz se oculta.
Sonidos y murmullos,
el grillo canta,
cruje una rama.
Allá arriba el trino
de un pájaro audaz,
tan solitario como yo.
Una manzana cae,
el viento la arrancó,
el pájaro huye.
Unos ojos se asoman,
otro mundo diferente comienza.
Cedo mi sitio.
Adiós.
viernes, 15 de enero de 2016
Mucho más fácil
Es
fácil dejar volar la imaginación,
mucho
más que amarrarla con un lazo.
Es
fácil atapar la luna,
mucho
más que cerrar los ojos y no intentarlo.
Más
fácil decir que sí que negar la evidencia.
Es
sencillo inventar el futuro deseado,
mucho
más que aferrarse al despreciable pasado.
Mas
fácil sonreír que llorar.
Cuesta
menos soñar que despertar,
mucho
menos volar que caminar.
Alzo
los brazos al cielo, lleno mi pecho de sol,
entono
esa eterna canción,
grito
a pleno pulmón, ¡Sí!!
Es
más fácil permitir la entrada al amor,
mucho
más que hacer guardia frente a la puerta y decir que no.
martes, 12 de enero de 2016
Escalofríos
Escalofríos, no hay más,
A veces calor, a veces frío,
a veces tormento, a veces sueño,
a veces hasta sonrío, ¿no es increíble?
Hoy pensaba en ti,
en que me faltas,
en que no te tengo para darme la razón,
para pensar lo que pienso yo,
para hacer frente común frente al mundo.
Me cansa luchar sola,
fingir, soñar, protestar sola.
Me cansa hasta vivir, porque es esfuerzo siempre,
porque no hay descanso, nunca.
Siempre mirando, enfrentando, golpeando algún muro.
Siempre a contracorriente.
Siempre ahogándome,
recibiendo aplausos que además no merezco
con lo que el impacto de las flores es tan duro como
piedra.
El amor que recibo mata.
Mientras, sigo esperándote
y temblando, llena de escalofríos.
domingo, 10 de enero de 2016
viernes, 8 de enero de 2016
Relato: Corazón de guata (IX) -"Kokó, el Gorila"
"Ayer no
te terminé de contar. El año pasado fue mi particular annus horribilis, ya
sabes, como dijo la reina rancia ésa del sombrero y el bolsito a juego. Fue el año en que me
dejó Luc. ¿Te acuerdas de la golfa por la que me dejó? Me enteré el otro día
que ya no están juntos y que además ella está embarazada de un carnicero en
paro y con cara de pringado. Es cierto que la vida pone a todo el mundo en su
sitio, sólo tienes que tener la suficiente paciencia para esperar a que suceda. Claro, no me iba a quedar en la casa de Luc,
dada la situación. Además, él se dio no poca prisa en compartirla con la golfa,
a la que no le debió de importar que la cama no estuviese ni fría, dado el poco
tiempo que hacía que yo la había abandonado. Pero bueno, ya es agua pasada y ni
Luis ni la embarazada me provocan ya más que un leve picor que desaparece tras
la primera rascada.
Podía
haber alquilado otro apartamento e incluso estuve buscando pero en el último
momento decidí que a lo mejor era el momento de volver a España como habían
hecho mis padres el año anterior. La
verdad es que nunca nos sentimos muy integrados en Francia, ni siquiera mi
hermano o yo que como segunda generación nacida allí podíamos considerarnos
franceses, pero mis padres siempre se habían sentido tan vinculados a su tierra
gallega y desde pequeños teníamos tan asumido que ellos iban a regresar algún
día, que creo que la cultura francesa nunca llegó a absorbernos del todo.
Mi
hermano por ejemplo, con catorce años era esperable que fuera a protestar por
la mudanza y sin embargo no pronunció ninguna queja y ahora está más que encantado
en el instituto. Aquí siempre fue un niño solitario y por lo que dicen mis
padres, allí está encantado y tiene un montón de amigos. Mi caso era diferente, yo ya tenía trabajo,
novio, casa… la despedida fue terrible, yo siempre he estado muy enmadrada ya
lo sabes. De verdad iba mi madre a abandonarme para volver a un pueblo perdido
en la Galicia profunda? Que para ir de vacaciones estaba bien, pero para vivir,
yo no acababa de verlo. Pero cuando veía el brillo en los ojos de mis padres
inmersos en los preparativos de dar de baja los últimos años de su vida, sentía
hasta envidia. Yo hace mucho que no me emocionaba así con nada. Así que cuando
me vi sola y con un trabajo de mierda en un país que nunca has considerado
realmente tuyo, ¿qué puedes hacer? Pues llamar a mamá y decirle que me iba con
ellos. Dios! ¡cómo se alegró! ¡Y a mí me hizo tan feliz el sentirme tan añorada!.
Ríos y ríos de lágrimas que vertimos aquel día. No te rías prima.
Pero sí
tenía claro es que yo no iba a ir al pueblo , lo tenía muy claro, así que mis
padres buscaron un pisito coqueto y pequeño para mí en A Coruña. Por lo menos
estoy en una ciudad y los fines de semana puedo acercarme a la aldea a estar
con ellos.
Y hablando
de mi nueva casa ¿te acuerdas el frío que hacía al principio? Aún puedo sentir
el frío en los huesos cuando pienso en aquéllos meses de invierno sin
calefacción, bajo toneladas de mantas e ingiriendo litros y litros de té y sopa
calientes. Por cierto que ya no puedo tomar ninguna de esas dos cosas, tal es
la tirria que les cogí. Sólo a mí se me podía ocurrir mudarme en los días más
fríos del invierno, con la nieve acumulada en las aceras y el caos en el
transporte (que no es excusa para que el camión de la mudanza extraviara nada
menos que dos cajas, pedazo de inútiles). Podía haber esperado a la primavera
con tranquilidad en la aldea, con mamá, que estaba encantada de tenerme de
vuelta pero mi impaciencia me pudo. Bueno, mi impaciencia y las discusiones
diarias con mamá, ya sabes cómo es, me trataba como si fuera una adolescente
malcriada y no estaba yo de humor para ciertas cosas.
Lo peor
fue el cambio de trabajo. Con lo a
gustito que estaba yo en aquel despacho en París dónde prácticamente lo único
que tenía que hacer era abrir la correspondencia del jefe y ordenar la mesa
todas las mañanas. Hace poco me enteré
que habían quebrado. Resulta que mi jefe metía la zarpa dónde no debía,
agenciándose de lo que no era suyo, y lo que casi es peor, siendo tan tonto como
para que le cogieran. Me da un poco de
pena pensar en lo mal que lo estará pasando en la cárcel un tipo como él, que
no se sentaba por no arrugarse el traje. Pero
enseguida se me pasa, me basta con escuchar un par de gritos de mi nuevo
jefe y ver todo el trabajo que tengo
acumulado sobre mi nueva mesa de mi flamante nueva oficina.
Cuando empecé en este nuevo curro estaba más
colgada que Chita en una liana. No conocía a nadie en A Coruña y no sabía cómo
integrarme en los grupitos que ya estaban formados. Sabes que yo no tengo
vergüenza precisamente, pero eso es ya cuando he cogido confianza. Al principio
lo paso fatal. El caso es no salía demasiado con mis anteriores amigos porque
había pocas que no fueran también amigos de Luis y era un poco incómodo y como
hacer amigos nuevos se me estaba dando tan mal, me sentía un poco desanimada.
Me pasaba los viernes por la noche viendo la tele y comiendo guarradas que le
sentaban fatal a mi estómago.
Sí,
podía haber llamado a nuestras primas de la aldea, pero tienen su vida, y no me apetece ser un incordio que tienen que
aguantar sólo por ser de la familia. Ya,
ya sé que no les importa, es lo que se
dice siempre cuando sí que importa. Ojalá tu estuvieras aquí y no en Madrid. ¿Te
acuerdas de lo bien que nos lo pasábamos de pequeñas en el pueblo? ¿Y lo bien
que estuvieron aquellas navidades que viniste a Francia? ¿Que no te parece que
estuviera tan bien? Qué extraño, yo tengo muy buen recuerdo de aquella época.
En
cualquier caso, que me sentía sola y ¿por qué no decirlo? tremendamente triste.
Si te soy sincera, creo que fue el cansancio. Estaba ya harta de unirme sin
éxito a clubs de fotografía, de cocina o de senderismo, a gimnasios, piscinas o purgatorios similares, sólo para
encontrarme con grupos de amiguetes/amiguetas que se habían apuntado en
cuadrilla, majetes y majetas ellos y ellas, con el fin de divertirse pero con
ninguna intención de ampliar su por lo visto ya completo círculo de amistades.
El caso
es que vi el cártel pegado en algún semáforo y me dije ¿por qué no?. Vale, reconozco que el contenido en una
primera lectura podía sonar un poco a secta, pero en mi ignorancia yo pensaba que una secta no
se iba a anunciar con un folio impreso y mal pegado en un semáforo, y de hecho
sigo pensando que seguro que son algo más sofisticadas en sus métodos de
captación, no sé, por ejemplo un tipo rubio engominado en una esquina que a la
vez que te da un folleto, te coge de la mano, te ilumina con su sonrisa y te
dice si te apetece unirte a él y a sus
hermanos. Si no corres ni gritas “ ¡policía!” es que eres apta para ser parte
de la hermandad de rubitos felices.
Me
estoy desviando ¿verdad?. Como te decía
vi el cartel: “Si quieres conocer gente nueva y participar en una experiencia
transformadora de verdad, éste es el taller que no debes perderte”. Sonaba bien para una tarde aburrida de sábado
y me presenté en la dirección que venía impresa debajo.
Lo
primero que vi fue un montón de personas que parecían estar igual de colgadas
que yo. “¡Bien!”. El taller desde luego no fue una experiencia transformadora,
yo ni siquiera lo llamaría experiencia y prácticamente ya he olvidado todo lo
que allí hicimos, algo sobre runas celtas y laberintos, relajación en grupo y
alguna otra bobada. Lo importante es que allí conocí a Fernando. No voy a mentir, me cayó como el culo cuando
le vi, descalzo y vestido de blanco y con expresión de haber sido abducido por
una banda de alienígenas y devuelto a la tierra por soso. En vez de andar,
parecía levitar y movía la cabeza al son de algún ritmo interior, tan interior
que nadie más notaba. Creí que era uno de los que iba a dar el taller, no te
digo más, porque desde luego tenía mucha más apariencia de eso que la pareja
que de verdad lo ofrecía, un simpático matrimonio de mediana edad, que supongo
que al quedarse en paro él decidieron sacar algún provecho a aquel viajecito
que hicieron a Escocia, o a Irlanda, o a dónde sea que ahora haya vestigios
celtas. Y no está mal, ¿eh? que por lo que nos cobraron, tal vez yo debería
montar también un “taller” sobre el poder de las piedras, enseñar todas las
fotos que tengo de la catedral de Burgos y sacarme un dinerito para las
próximas vacaciones.
Como te
decía, Fernando no me gustó, tenía toda la pinta de hacer yoga. Uf, qué pereza,
Prima, si hay algo que tengo claro es que una chica no debería salir nunca con
un tío que tenga más flexibilidad que ella. ¡Y además estaba calvo! Y era ¿cómo
decirlo sin parecer superficial? bueno, pues sí, ¡era feo! Pero como la vida a
veces parece un episodio de una sitcom sin gracia, acabamos tomando una copa
tras la reunión, y otra más, y otra… El
también acababa de salir de una relación difícil, de un divorcio de hecho.
Afortunadamente sin niños. Y resulta que era masajista en paro. Bueno, no era
un joyita pero ¿qué quieres que te diga?
¿Qué necesitábamos cariño? ¿Qué estaba harta de no tener a nadie con quién
hablar, a quién quejarme, con quién llorar?
La
primera vez que cenamos en casa me trajo una botella de zumo de naranjas
ecológicas y un muñeco de peluche. ¡Un gorila Prima! Y tuerto, que el
fabricante había querido representar el efecto de un guiño y le había salido
una mueca terrorífica. Negro y feo como el demonio, agarrando un plátano con
las dos manos y sonriendo como el muñeco diabólico. Anonadada me quedé y a punto estuve de no
dejarle entrar. “No quiero volver a ver a este tío raro ni en pintura”. “Venga
ya, ¿un gorila? ¿Te cuento lo de mi colección de Barriguitas y me regalas un
apestoso gorila?”. Escondí al “muñeco diabólico” debajo del sofá en cuanto se
marchó, por miedo a que me diera pesadillas.
Pero
repetimos, ya sabes lo que me cuesta dejar las cosas a medias, y después de
quedar varios días, después de charlar, de reír, de bailar, después de ver todo lo que ese yogui con
síndrome de Peter Pan podía hacer por mi salud mental, … En el trabajo empecé a
sonreir como una idiota, mi jefe debió de pensar que estaba cogiendo la gripe
porque me evitaba cuando me veía y en algún momento me di cuenta que llevaba
más de un mes sin mirar a qué estúpido grupo de calceta o macramé podía
apuntarme.
Afortunadamente
a pesar del yoga y de los talleres alternativos, (y del zumo ecológico),
Fernando no era uno de esos frikis tan radicales que no comen carne y se bañan
con jabón casero. Lo del jabón puede que lo hubiera llegado a tolerar (siempre
que respetara las cien cremas y colonias que tengo en el baño) pero lo de la
comida, eso sí que no. ¿Qué hay más agradable que disfrutar de los miles de
años de evolución que nos han bendecido con una muestra casi infinita de comida
procesada? ¿Quiénes somos para renegar de Darwin?
Pero
por suerte Fernando comía carne como debe ser, con expresión feliz y como si no
hubiera un mañana. Y bebía cerveza hecha de cebada absolutamente nada
ecológica, con más sed que yo. Pronto empezó a parecerme menos feo, menos
alternativo e incluso menos calvo. Y en cuanto le quité esa costumbre de vestir
de blanco como si estuviera permanentemente a punto de hacer la primera
comunión, incluso me empezó a parecer
atractivo.
Y aquí
le tengo, remoloneando por casa, porque si algo tienen los yoguis es que
trabajar, lo que se dice trabajar no es una práctica muy habitual en ellos,
pero es tan agradable tener a alguien que me recibe con besos por la noche, me
masajea los pies o la espalda mientras me cuenta los programas que ha visto ese
día en la tele y me da calorcito del bueno cuando nos vamos a la cama … que lo
que tú y esa panda de cotillas que tienes por amigas les de por decir, no me
importa lo más mínimo.
¿Sabes
en qué momento supe que lo nuestro iba en serio? Cuando un día después de
hablar con él por teléfono, me rompí una uña moviendo el sofá rayando todo el
parquet para rescatar al puto gorila tuerto y llevármelo a la cama conmigo.
Mañana
te sigo contando Prima, que ahora Fernando me va a dar un masaje. ¡Chao!."
miércoles, 6 de enero de 2016
Relato: Corazón de guata (VIII) -"Hansel y Gretel"
Nora no
se imaginaba que llegaría a ser una princesa destronada, tal cosa no cabía en
su cabecita de niña de tres años.
Cuando su mamá empezó a señalarle
continuamente su tripa indicándole que ahí dentro llevaba un bebé no le hacía
mucho más caso que cuando le prometían cualquier otra cosa. “Si tienes un bebé, enséñamelo- parecían decir sus ojos
negros fijos en el rostro de su madre- y si no, no me molestes”.
Con tres
años, lo que no ves no existe, son sólo cosas de mayores que a veces les da por
jugar contigo de maneras muy raras.
Pero
otra cosa fue cuando el bebé por fin llegó. Nora vivió aquél día extraño en el
que intuía que pasaba algo pero no sabía el qué. Para empezar, ni mamá ni papá estaban en casa cuando se
levantó, pero no era la abuela la que había venido a cuidarla como hacía a
veces sino el abuelo. Nora adoraba a su abuelo para jugar, pero para que la
vistiera y le diera de comer, eso era otro cantar. El pobre siempre le
preguntaba lo que tenía que hacer, ¡como si ella lo supiera! Pero era
divertido, porque así ella podía comer lo que quería, cosa que normalmente mamá
no le dejaba hacer.
Después
de desayunar, el abuelo le puso un vestido que aún sin demasiado conocimiento,
Nora sospechaba que no sería el que hubieran elegido ni mamá ni la abuela.
Estaba demasiado excitada pensando en los columpios a los que pensaba que iban
a ir, pero el abuelo la sorprendió bajándola al garaje y metiéndola en el
coche. ¡Ala, un paseo! A lo mejor iban a ver a la tía Sonia. Eso la ponía
contenta. La tía nunca se cansaba de jugar con ella, además su casa estaba
llena de cosas bonitas de todos los sitios en los que había estado de viaje
pero a diferencia de otras personas que se enfadaba con ella si tocaba algo, la tía Soni la dejaba tocar y
coger todo lo que quisiera, nunca la regañaba ni se enfadaba con ella. Siempre
sonreía y tenía a mano regalos, chucherías y si no, besos ricos como ella
decía.
Estaba
lloviendo y el abuelo se vio en dificultades para sacarla de la sillita del
coche, manteniendo el paraguas abierto para que no se mojara ninguno de los
dos. Nora estaba encantada, le parecía todo muy divertido, aunque ya había
visto que ésa no era la casa de la tía.
Entraron
en una casa enorme, con un montón de habitaciones, todas con la puerta cerrada.
Además el abuelo no la dejaba entrar en ninguna, ella hizo un amago de abrir
una y recibió una reprimenda que la paró en seco. El abuelo nunca la reñía así
que debía de ser una falta muy grave, no le iba a contrariar. Además estaba un
poco asustada, en aquel sitio nuevo con mucha gente nueva y sin nada para
jugar. Le dio al abuelo la mano modosita, ¡y que no se la soltara!. Nora era un
poco cobardica, es verdad que parecía una niña muy lanzada en los columpios y
en la guardería, pero en cuanto salía de su entorno enseguida se acobardaba y
se escondía entre las piernas de su madre. Empezaba a tener ganas de llorar y
le hubiera gustado que el abuelo la cogiera en brazos como hacía otras veces
. Por fin la abuela y papá aparecieron
de repente y se echó en sus brazos encantada.
Papá le
explicó que aquello era un hospital, no una casa como ella pensaba, allí iban
las personas que como mamá tenían bebés en la tripita para que se los sacaran.
Nora estaba empezando a asustarse y quería estar con mamá. Su padre por fin la
llevó en brazos a una de las habitaciones cerradas y entró con ella. Mamá estaba
echada en la cama y la tía Soni estaba con ella. También había una especie de
caja de cristal dónde le dijeron que estaba el bebé y se lo enseñaron pero ella
no estaba interesada, sólo quería que la dejasen abrazar a su madre y que se
fueran a casa de una vez. No le estaba gustando esa excursión y no entendía
todo el jaleo por aquél bebe que no se movía más que sus muñecas y al que no
podía tocar (lo había hecho y todos al unísono habían gritado para que le
soltara). Luego le explicaron que debía tener cuidado con él, que era muy
pequeño y le podía hacer daño. Si solo quería tocarle, mamá, suplicaban sus
ojos pero su madre estaba ocupada cogiendo al bebé y no la escuchaba.
Una
señora fea y vestida de blanco entró para decir que era hora de salir y papá la
agarró de la mano para salir. Eso fue el colmo y Nora se echó a llorar. Quería
estar con mamá, ¿porqué no podía quedarse con mamá? ¿por qué mamá no se
levantaba e iba a abrazarla con lo fuerte que estaba llorando? Seguía en la
cama con el bebé. Nora empezó a patalear y la tía Sonia la cogió en brazos pero
por mucho que su tía preferida la acunaba, en ese momento no quería estar con
ella, quería a su mamá.
La tía
Sonia sacó del bolso una chocolatina y se la dio. Seguía triste y enfadada pero
no se puede decir que no al chocolate, y se lo comió, junto con algunos mocos.
Después, la tía la sentó en su regazo y le contó muchos cuentos. Uno de los
cuentos era sobre una niña y su
hermanito pequeño y como la niña tenía que cuidarle y jugar con él y enseñarle
las canciones que a ella le enseñaban en la guardería, porque su hermanito era
tan pequeño que no las sabía. El hermanito era tan pequeño que tenía miedo de
las brujas y su hemana mayor tenía que abrazarle y darle besos para que nadie
le hiciera daño. En otro cuento, la niña
y su hermanito tenían que atravesar
solos un bosque pero como estaban juntos e iban cogidos de la mano no les daba
miedo. En otro, el hermanito lloraba porque le dolía la tripita pero su hermana
mayor le daba un beso rico rico y se le pasaba… Y así cuento a cuento, Nora fue
quedándose dormida.
Cuando
despertó, estaban de nuevo en casa. La tía le dijo que mamá vendría enseguida y
traería al bebé. Vaya, el bebé, casi se había olvidado de él, no había sido un
sueño.
-Sabes
qué? – el bebé te ha traído un regalo porque tenía muchas ganas de verte y como
aún es pequeño y no sabe dar besos ricos…
Y la
tía le mostró el regalo. Tuvo que ayudarla a desenvolverlo. Desenvolver regalos
nunca se le daba muy bien, todo ese papel que había que romper y que parecía
que no se acababa nunca.
Del
interior del paquete surgieron dos muñequitos de peluche, que estaban sentados
uno al lado del otro. Uno era un osito porque llevaba pantalones y la otra una
osita porque llevaba un lazo en la cabeza y una falda. Nora ya veía las
diferencias entre nenes y nenas, era “mayor”, como no paraban de repetirle
todos últimamente. Intentó coger la osita pero el oso fue detrás siguiendo a su
compañera. Era como si estuvieran unidos por las manos.
-Mira,-
decía la tía- están cogiditos de la mano pero si tiras un poco fuerte les
puedes separar. Este se llama Hansel y
ésta es su hermanita Gretel .
Nora
tiró fuerte y efectivamente las manos se separaron pero cuando volvía a acercarlas enseguida se pegaban de
nuevo y había que volver a hacer fuerza otra vez. A los tres años, cuando no se
sabe nada de imanes, la vida es pura magia y Nora sonreía de puro deleite.
-Son
hermanitos como tú y Daniel, y como mamá y yo que también somos hermanas, ¿lo
sabías?- continuaba la tía. -Qué simpático Daniel que te ha traído un regalo,
verdad?
-Sí,
muy simpático-, dijo Nora.
lunes, 4 de enero de 2016
Sube, sube hormiguita
Sube, sube hormiguita,
por el árbol arriba.
Sigue el caminito,
sembrado de ideas buenas.
Sube pasito a pasito
tras la estela de tus hermanitas,
sin tan siquiera
un respiro,
hasta alcanzar la cima
Vuela, vuela pajarito,
surca el cielo azul sin nubes,
con el sol en tu cabeza
y el mar verde bajo el ala.
Levanta tu pico y canta.
¡Vuela, canta, vuela, salta!
Todo lo que tú sabes,
rumbo a casa.
Relato: Corazón de guata (VII) -"Chusco, perro callejero"
Era el
cumpleaños de la señora Ana y las enfermeras de la residencia estaban colocando
las nada menos que setenta velas en una tarta con forma de estrella.
Pero la
señora Ana ya no estaba para soplar velas ni comer tartas. Desde el último ictus
de hacía unas semanas, prácticamente era un vegetal bajo unas sábanas. Sin
embargo, su hermana pequeña Carmen se había empeñado en celebrar el cumpleaños como si
no hubiera pasado nada y había encargado la tarta en una pastelería del centro
dándoles precisas instrucciones: debería tener forma de estrella, la forma
favorita de su hermana mayor, y con mucha nata, como más le gustaba, aunque ni siquiera
iba a probarla.
Ana llevaba ya dos años en la residencia, había sido preciso ingresarla ya que ella
no podía ocuparse adecuadamente de sus cuidados. Puntualmente acudía a
visitarla cada sábado. Solía llevarle algunos dulces y alguna revista, cuando
ella aún podía comer por sí sola y se entretenía viendo las fotos porque Ana nunca había aprendido a leer.
A veces les acompañaba la hija de Carmen, Sofía, pero
eran las menos porque a sus dieciséis años, la niña, que ya no lo era tanto,
reclamaba cada vez más tiempo para sí. Ella la dejaba sin rechistar, después de
todo veía que se esforzaba mucho con las clases en la academia de costura y el
trabajo que le había conseguido una vecina en una panadería , se merecía algún
tiempo libre haciendo algo divertido y no visitando a una vieja en una
residencia. La dejaba salir con las amigas de costura, con las que iba al cine
o a tomar un chocolate a la tasca de la Reme, a dos calles de casa. No podía
quejarse, Sofía era una buena hija.
Tras el
ictus, se había planteado si dejar de visitar a su hermana, ni siquiera estaba
segura de que ella se diese cuenta de su presencia. Se sentaba al lado de su
cama mientras Ana miraba fijamente el techo sin hacer el mínimo amago de notar
su presencia. A veces se llevaba una
labor de punto para pasar el rato y sin darse cuenta acababa charlando con la
enferma de las cuitas de la semana o de su tema preferido: el día que volverían
a casa. Aunque ya hacía más de diez años desde que tuvieron que abandonarla, no
había perdido la esperanza de volver algún día. Lo había ido retrasando,
primero porque les llevo algún tiempo asentarse en Madrid, en casa de tío Juan
y tía Encarna, gracias a los cuáles habían podido sobrevivir los primeros
meses, después porque tenían que ahorrar lo suficiente, tanto ella como su tía
se habían puesto a limpiar portales para ganarse el jornal. Y finalmente, tras
la enfermedad de la tía Ana, el tema del regreso parecía haberse postergado definitivamente.
-La
niña ya es mayor, cualquier día se echará novio y me dejará más sola que la
una. – le contaba entre bufanda y
bufanda.
Otras
veces se quedaba mirando fijamente a la anciana y suspiraba.
-¡Ay
Anita! Me pregunto dónde estarás ahora.
Ana estaba muy lejos, en el prado dónde jugaba
de niña con sus primos, en la cocina dónde su madre le enseñó a cocinar, en la
fiesta de la aldea, cuando los vecinos se reunían debajo del roble más grande y
bailaban bajo las estrellas al son de la música que alguno de ellos tocaba con
una gaita o a veces con el único instrumento de sus voces, o en el mercado
dónde acudía con su madre y más tarde con su sobrina a vender lo poco que
sacaban de la tierra y sacar algún dinerillo extra para los gastos.
Su
hermana… Si ella supiera. Nunca le había
dicho lo mucho que la quería. No había tiempo para esas cosas y sin embargo, en
la soledad de la vejez, muchas veces se había planteado si no debería haberlo
hecho, sólo eso, sólo decirle lo mucho que la quería, con eso no haría daño a
nadie.
Ana
también estaba en el río, caminando descalza sobre las piedras. Aún hoy podía
sentir el frescor y notar la humedad en los dedos. Aún podía ver el claro dónde
un día aciago terminó su niñez. Volvió a ver a los pescadores y a oír sus
voces, burlonas al principio, agresivas después, bravuconadas de hombres borrachos pavoneándose delante de otros
hombres. Sólo un momento antes había estado pensando en lo que le gustaría
viajar y ver mundo y un instante más tarde estaba tendida en el suelo, llorando,
sangrando, mirando inmóvil el cielo y las estrellas. Aún así, las lágrimas y la
sangre eran una bendición frente a la vergüenza que vino después, la suya,
soportable, pero también la de sus padres, que dolió mucho más.
Ella
que quería viajar y el único viaje que hizo fue al pueblo de una prima de su
padre. Allí la obligaron a ir para acompañar a su madre que “por motivos de
salud” tenía que cambiar de aires. Meses
lejos de su casa, de su padre que nunca volvería a mirarla igual, lejos de esa
vergüenza que no entendía. Ella era la mancillada, ¿y la que tenía que
esconderse? ¿A la que repudiarían en el pueblo si supieran lo que había pasado?
Durante mucho tiempo se quedaba dormida llorando y preguntándose porqué, porqué
ella, porqué el mundo, porqué.
-Cumpleaños
feliz, cumpleaños feliz…
Las
voces de las enfermeras inundaron la habitación. Colocaron la tarta en una
mesita mientras la sobrina iba de un lado a otro colocando los regalos.
-Seguro
que nos oye, -le estaba diciendo a una enfermera. A veces noto que me mira y me
escucha.
La
enfermera sonreía educadamente, no quería quitarle la esperanza.
-Mira Ana, una tarta con forma de estrella. Como te gustan tanto…
Es
cierto, le gustaban. ¿Por qué no? Algunas cosas no pierden su poder de
encandilarnos pase lo que pase.
Cuando
regresaron al pueblo, aunque Ana era sólo unos meses mayor, parecía que había
crecido y madurado diez de golpe. Ningún vecino pudo dejar de notarlo, pero
nadie cuestionó el cambio, si acaso alguna mujer algo más espabilada que otras,
como Remedios, la Quesera, que si lo hizo fue en la soledad de su hogar y de
sus pensamientos, nada más. Todos se
regocijaron con la nueva hermanita de Ana, una bendición tardía para sus padres,
decían todos.
-Este
es mi regalo,-estaba diciendo Carmen. No sabía que comprarte, espero que te guste, -decía Carmen sacando una caja de una bolsa enorme. De la caja surgió un
perrito gris de peluche con las orejas en punta y un lazo al cuello.
-Lo
pondré aquí, en la butaca, ¿ves qué bonito? Se parece un poco a Chusco, el perro
que teníamos en el pueblo, ¿te acuerda de él? Siempre estaba mordiéndote la
falda y persiguiendo a Sofía, que se moría de miedo cuando veía que se le
acercaba. ¡La de remiendos que tuviste que coser aquél año! Creo que el perro ni
era nuestro, apareció allí un día por allí con pintas de llevar estar
abandonado sin comer varios días y aspecto de haber sido apaleado. Durante
mucho tiempo no dejó que nadie se le acercara, sólo tú. que le ibas dejando
trocitos de comida por el camino. ¿Te acuerdas?
Ana permanecía inmóvil, pero Carmen quería, necesitaba pensar que la estaba
escuchando. Siguió parloteando sin cesar mientras las enfermeras y el resto de
residentes daban buena cuenta de la
tarta. Incluso soplaron las velas haciendo el paripé de que había sido la
anciana, que inmóvil en la cama asistía inerte a su último cumpleaños.
Cuando la
fiesta ya había terminado, Carmen terminó de recoger todo, acomodó de nuevo a
Chusco en la butaca y se puso el abrigo para irse. En ese momento Ana
giró la cabeza y de su garganta salió un quejido débil. Carmen acudió
presta a su lado pero cuando se sentó en el borde de la cama y cogió la mano
plagada de arrugas de su hermana, ya no estaba segura de haber escuchado más que su
imaginación. Le retiró con suavidad y cariño un mechón de pelo de la cara y
suspiró desde dentro, desde dónde escondía últimamente su mayor miedo, el miedo a que aquél
fuera el último cumpleaños de su hermana. Tal vez por eso se había empeñado en
celebrarlo, pese a la condescendencia con la que la habían mirado algunas
enfermeras cuando lo propuso. Tenía
tanto miedo de quedarse sola, ya no tenía marido, su hija ya era adulta y se
iría en cualquier momento y entonces, ¿qué iba a ser de ella?
Apretó
fuerte la mano de la enferma. Ella la estaba mirando. Que las enfermeras dijeran lo
que quisieran, la miraba, estaba segura. Los ojos de la anciana se humedecieron
y nuevamente su boca se abrió en un amago para decir algo.
-No te preocupes, ya sé lo que quieres decirme, –¿había sorpresa en los ojos de la anciana?-.
Lo he sabido siempre.
Ana cerró los ojos. En paz.
sábado, 2 de enero de 2016
Relato: Corazón de guata (VI) -"Lucas, el falso león"
El
padre de María murió cuando ella apenas acababa de cumplir cinco años y su
hermano pequeño Andrés aún no había
cumplido los dos. Apenas si recordaba
los días interminables pasados junto a su cama, viéndole consumirse cada vez
más. De su padre apenas si sabía que años atrás, había trabajado de conductor
de autobús y que así había conocido a su madre. No le dio tiempo a conocer
mucho más de aquel hombre bueno.
Su madre cayó en una absoluta depresión que la
inhabilitaba para cualquier cosa que no fuera yacer sin ganas en la cama. Los
niños hubieran muerto de inanición y seguramente su madre también, de no ser
por el tío José, el vecino más cercano en la aldea, que se acercaba todos los
días a traerles algo de comida. En la aldea casi todos estaban emparentados de
algún u otro modo aunque rastrear a
veces según que árbol genealógico podía ser una tarea muy ardua. José era un
primo lejano de algún primo del abuelo de Andrés y María. Llamarle tío era más
cómodo y sencillo, aunque el parentesco era ya más que cuestionable.
En sus
cortas vidas, los niños no habían tenido mucho trato con él. José empleaba
todas las horas del día desde que salía el sol hasta que se ponía, en trabajar
alguna de las muchas fincas que tenía repartidas por la zona. Tenía muchas bocas
que alimentar, su mujer, que apenas salía de casa por un “problema de huesos” y
sus cinco hijos, algunos ya mayores pero que seguían viviendo en la casa
familiar. La más pequeña había nacido
apenas unos meses, y Andrés y María la habían visto o más bien, la habían oído
berrear, en la iglesia, el día del bautizo.
El tío llegaba
con una cazuela todavía caliente y apenas
si se adentraba en la casa cuando venía. Se quedaba en la puerta diciendo en
voz bien alta “Le traigo algo de comida, Sofía”, y luego más bajito,
agachándose para estar a la altura de los niños “Uno nunca sabe lo que pueden
decir las malas lenguas”. Andrés y María le miraban sin entender qué eran esas
malas lenguas y porqué al tío José le preocupaban tanto, pero ansiosos por
hincarle el diente a lo que traía dentro de la cazuela.
María cogía
la comida y se encargaba de llevarle a su madre un plato que la mitad de las
veces recogía aún lleno. A sus cortos cinco años, asumió también la
responsabilidad de cuidar de su hermano pequeño. Le bañaba, le vestía y le daba
de comer. Y también le regañaba cuando le veía hurgándose la nariz, como
siempre había visto hacer a su madre.
Ésta
fue poco a poco regresando de la tierra de amargura en dónde se había refugiado
y recuperando la conciencia de que tenía dos criaturas solas en la casa y por
las que no podía dejarse morir como era su deseo. Por ellas terminó
levantándose y tomando las riendas de un hogar en el que no volvería a haber
alegría por mucho tiempo.
-Ahora
eres el hombre de la casa- le decía a Andrés, cuando le arropaba por la noche-.
Tienes que cuidar de mamá y de María.
Andrés creció con la responsabilidad y la
presión que suponía saber que era el hombre de la familia pero con la certeza
de que en las ocasiones en que habría hecho falta, nunca estaba a la altura y
siempre era María la que se ocupaba.
María por
su parte, siempre reprochó secretamente a su madre que no se diera cuenta que esas
esperanzas depositadas en su hijo a veces suponían un menosprecio para la hija,
que no se veía igual de valorada, a pesar de todos sus esfuerzos.
Sofía
siempre se mostraba más permisiva con su hijo Andrés, con sus entradas y sus
salidas, siempre dispuesta a disculpar los altercados en que invariablemente
acababa metiéndose, mientras que María se veía muchas veces axfisiada y
cuestionada por el control materno.
La
falta de recursos no les permitió a ninguno de los hermanos estudiar más allá
que las cuatro letras a las que entonces podían tener acceso en los pueblos
como el que vivían. Andrés lo tenía fácil, su ayuda era necesaria en la huerta
y con los animales, aunque las más de las veces tenía alguna excusa para no
aparecer y se las ingeniaba bastante bien para escaquearse si era necesario,
sin que a su madre pareciera importarle, pero María, una adolescente sin
formación, no veía un futuro demasiado
esperanzador.
El
destino, quiso decidir por ella. Como la jovencita guapa que era, no podía
evitar atraer la atención de todos los mozos en las pocas ocasiones que había
para ello, a la salida de misa, en los mercados, en las romerías… sin que
ninguno pareciera destacar en la cantidad o calidad del interés que María les
prestaba, hasta que un buen día eso cambió.
La cercanía tal vez fue un factor clave, porque el elegido resultó ser
Paco, uno de los hijos del tío Jose, el más pequeño de los chicos y a quién la vida tampoco le deparaba gran
futuro en una casa llena de demasiada gente.
En algún momento Paco decidió que
la única salida posible era marcharse de la aldea e intentarlo en un lugar
mejor. Gracias a un contacto, consiguió un billete de tren y unas referencias
par un empleo en Madrid. Con apenas 20 años, la suerte estaba echada, y no solo
para él, sino también para María, que ya no podía hacer otra cosa que seguir a quién había conquistado su joven corazón.
La
madre de María se rindió a lo inevitable y acabó contactando con los parientes
que aún tenía en Madrid para que pudieran echarle una mano a su hija si era el
caso. Ella se había marchado de la aldea siendo una niña con su madre y una tía
de ésta pero siempre habían tenido claro que era una situación temporal y que
volverían algún día. Pero el tiempo fue implacable y desgraciadamente primero
la tía y más tarde la madre murieron antes de ver como Sofía cumplía el sueño
de volver y reconstruir el viejo hogar que había quedado abandonado. No imaginaba que años después, su propia hija
recorrería otra vez el camino a la inversa.
Se
despidieron con lágrimas que hablaban de pena pero también resignación por una
decisión que en el fondo ambas sabían correcta. A María le costó mucho tomar la
decisión, le dolía dejar a su madre, sentía que no se estaba ocupando de ella
como debiera, más dejándola con su hermano, que no se preocupaba más que por sí
mismo.
María y
Paco llegaron casi con lo puesto a una ciudad inmersa en un loco crecimiento y
desarrollo que apabullaba la mente y los sentidos. Durante años convivieron de
alquiler en un modesto pisito sin calefacción ni agua caliente que compartían
con otra pareja. No fue fácil, pero a fuerza de trabajar y de no gastar en nada
que no fuese imprescindible, Paco en su puesto de maquinista y María, que
enseguida encontró colocación como asistenta en una casa de postín de las
afueras, consiguieron ahorrar lo suficiente para pagar la entrada de un pisito
igual de pequeño e igual de frío pero que por lo menos era suyo.
María
tuvo que dejar su trabajo cuando se quedó embarazada. A la señora no le parecía
apropiado que a sus invitados les sirviera la cena una mujer “con bombo”.
Afortunadamente a Paco le habían ascendido hacía poco en el suyo y el golpe no
fue tan duro pero aún así, si ya prescindían de “lujos”, aún se
propusieron restringir mucho más los
gastos.
Así nació
Sonia, en un hogar dónde cada peseta era minuciosamente contabilizada y
estudiada antes de gastarla, dónde ni siquiera el bebé, con las prerrogativas
que a veces suele concederse a la infancia, podía permitirse ningún capricho.
Todo era mesura, frugalidad y contención. Tan interiorizado tuvo Sonia su modo
de vida, que hasta que fue un poco mayor no se dio cuenta que había otros
modos, otras familias, otras vidas.
Cuando
llegó su hermana pequeña algunos años más tarde, la situación era un poco más
desahogada y desde el principio Sonia sintió que le había sido robada una
infancia que a su hermana Catalina le estaban regalando. Aunque por supuesto no
hubiera sabido expresar con palabras esa sensación y de todos modos poco a poco
fue olvidándola o encerrándola en algún oscuro rincón de la memoria, de dónde
sólo surgían trazos muy abstractos en ocasiones puntuales de enfado con su
hermana.
Mientras
tanto del pueblo llegaban cada año noticias diversas. Andrés parecía que por
fin había sentado la cabeza, o era lo que querían creer todos, más o menos
desde que Lola, la chica con la que se veía por entonces, se quedara preñada al
inicio de la primavera y tuvieran que amañar una precipitada boda en la ermita
del pueblo, entre parientes disgustados y vecinas curiosas que no paraban de
observar el vestido de la novia para ver “cuánto se le notaba ya a la pobre”.
Antes
de aquello, Andrés estaba deseando que
llegara el verano. Prácticamente todos los días había alguna fiesta o romería
para poder salir toda la noche con los amigotes. Si había suerte bailaban con
un par de chavalas y si había más suerte aún podían meterle mano a alguna.
Ninguna preocupación, ninguna responsabilidad. Pero ahora, hombre casado, tenía
que pasar las noches con su mujer, y atenderla en un embarazo que se estaba
volviendo complicado.
A Lola
la había conocido en las fiestas de la aldea. Había llegado tarde a la romería
porque hasta el último rayo de luz, tuvo que quedarse ayudando a su madre en la
huerta. No vio a ningún conocido así que decidió adentrarse entre el gentío que
se acumulaba al lado del palco para ver mejor a los músicos. La chica que
cantaba no lo hacía del todo mal, pero sospechaba que la principal razón de que
hubiera tanta gente, hombres principalmente, mirando y sin bailar, era el
vestido ceñido que llevaba y que amenazaba con subirse un poco más cada vez que
giraba al son de la canción. El hizo como todos y se apoyó un rato en la
estructura metálica con el cuello echado hacia atrás disfrutando del inesperado
espectáculo.
Cuando
empezó a cansarse, dio una vuelta alrededor del campo dónde se celebraba la
fiesta. Aquí y allá había parejas bailando y los que no lo hacían seguían el
ritmo con los pies para afrontar la noche que se estaba quedando fresquita.
Buscaba por inercia, esa cara bonita a la que acercarse y pedirle un baile,
olvidado ya el cansancio del día.
Y entonces la vio. Estaba sentada al borde
del camino, con su mejor vestido sin duda y modosita con las manos cruzadas en
el regazo. Seguramente alguna amiga se acababa de levantar para saludar a
alguien y ella la estaba esperando, mirando al suelo y siguiendo el ritmo de la
canción con el tacón de su zapato. Lo cierto es que le sonaba un poco su cara,
seguramente era de la aldea o de los alrededores. Se acercó a ella y de esa
manera Andrés selló su destino.
Lucas era un león
aunque nadie lo diría, porque se sostenía sobre las dos patas traseras y tenía
cara de bonachón. También parecía estar triste, extraño para quién todos
consideran “el rey de la selva”. Era un
peluche barato de los que salen caros en las tómbolas de las fiestas de pueblo
gracias a mozos como Andrés que por impresionar a las chicas se dejaban a veces todo el jornal en fichas.
Al menos
Andrés consiguió su objetivo aquella noche, aunque luego vinieron muchas más
para desesperarse. No tenía trabajo, pasaba
el tiempo y no encontraba nada. Incluso
su hermana, más preocupada por su madre que por él le ofreció a la nueva pareja
y a su futuro bebé unos meses de estancia en su hogar para que buscaran suerte
en Madrid. Pero Andrés no quería la caridad de su hermana y sin embargo no le quedó más remedio que finalmente
aceptar la del padre de su mujer que tenía una hermana viviendo en Francia. Poco
después de que Lola diera a luz, marcharon los tres a una nueva vida, dejando
detrás, entre otros, el corazón roto de Sofía, que en pocos años había visto
partir a sus dos hijos.
De
camino a la frontera, Andrés, Lola y la recién nacida Elisita hicieron una
parada para visitar a María. A ésta no le había gustado nada que su hermano se
negara a aceptar su ayuda y no pudo evitar sentirse un poco distante y fría con
él. Y Andrés no pudo evitar sentir cierto alivio cuando prosiguieron el viaje.
La relación entre los hermanos nunca había sido del todo cordial, ambos tenían
demasiadas cosas que reprocharse y demasiado orgullo para reconocerlas.
María siempre se sintió desplazada por
un hermano al que su madre parecía adorar por el simple hecho de ser del género
masculino , y al que invariablemente perdonaba hasta el último de sus defectos.
Andrés por su parte, no se sentía cómodo con su perfecta y responsable hermana.
Lola y
María utilizaron aquellos días para conocerse y pasear por el parque con sus respectivas
hijas a cuestas. Elisa y Sonia parecían haber congeniado a pesar de ser tan
sólo unos bebés. A Lola le daba cierta pena que su marido y su cuñada no
estuvieran tan cercanos como lo estaba ella con sus hermanos, pero tenía
suficientes problemas propios que atender para hacer algo más que reprochar a Andrés
el que no hubiera tenido ni el detalle de traerle un regalo a su sobrina. Andrés se sintió avergonzado, no había sido a
propósito, simplemente no se le había ocurrido,
así que la tarde antes de irse y siguiendo un impulso tonto, le regaló a
Sonia uno de los juguetes de su hija, un peluche que creía recordar que había
ganado en alguna tómbola. María fue lo suficientemente educada para fingir que
no se daba cuenta de estar recibiendo un regalo de segunda mano y lo
suficientemente agradecida para apreciar el gesto improvisado.
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