Era el
cumpleaños de la señora Ana y las enfermeras de la residencia estaban colocando
las nada menos que setenta velas en una tarta con forma de estrella.
Pero la
señora Ana ya no estaba para soplar velas ni comer tartas. Desde el último ictus
de hacía unas semanas, prácticamente era un vegetal bajo unas sábanas. Sin
embargo, su hermana pequeña Carmen se había empeñado en celebrar el cumpleaños como si
no hubiera pasado nada y había encargado la tarta en una pastelería del centro
dándoles precisas instrucciones: debería tener forma de estrella, la forma
favorita de su hermana mayor, y con mucha nata, como más le gustaba, aunque ni siquiera
iba a probarla.
Ana llevaba ya dos años en la residencia, había sido preciso ingresarla ya que ella
no podía ocuparse adecuadamente de sus cuidados. Puntualmente acudía a
visitarla cada sábado. Solía llevarle algunos dulces y alguna revista, cuando
ella aún podía comer por sí sola y se entretenía viendo las fotos porque Ana nunca había aprendido a leer.
A veces les acompañaba la hija de Carmen, Sofía, pero
eran las menos porque a sus dieciséis años, la niña, que ya no lo era tanto,
reclamaba cada vez más tiempo para sí. Ella la dejaba sin rechistar, después de
todo veía que se esforzaba mucho con las clases en la academia de costura y el
trabajo que le había conseguido una vecina en una panadería , se merecía algún
tiempo libre haciendo algo divertido y no visitando a una vieja en una
residencia. La dejaba salir con las amigas de costura, con las que iba al cine
o a tomar un chocolate a la tasca de la Reme, a dos calles de casa. No podía
quejarse, Sofía era una buena hija.
Tras el
ictus, se había planteado si dejar de visitar a su hermana, ni siquiera estaba
segura de que ella se diese cuenta de su presencia. Se sentaba al lado de su
cama mientras Ana miraba fijamente el techo sin hacer el mínimo amago de notar
su presencia. A veces se llevaba una
labor de punto para pasar el rato y sin darse cuenta acababa charlando con la
enferma de las cuitas de la semana o de su tema preferido: el día que volverían
a casa. Aunque ya hacía más de diez años desde que tuvieron que abandonarla, no
había perdido la esperanza de volver algún día. Lo había ido retrasando,
primero porque les llevo algún tiempo asentarse en Madrid, en casa de tío Juan
y tía Encarna, gracias a los cuáles habían podido sobrevivir los primeros
meses, después porque tenían que ahorrar lo suficiente, tanto ella como su tía
se habían puesto a limpiar portales para ganarse el jornal. Y finalmente, tras
la enfermedad de la tía Ana, el tema del regreso parecía haberse postergado definitivamente.
-La
niña ya es mayor, cualquier día se echará novio y me dejará más sola que la
una. – le contaba entre bufanda y
bufanda.
Otras
veces se quedaba mirando fijamente a la anciana y suspiraba.
-¡Ay
Anita! Me pregunto dónde estarás ahora.
Ana estaba muy lejos, en el prado dónde jugaba
de niña con sus primos, en la cocina dónde su madre le enseñó a cocinar, en la
fiesta de la aldea, cuando los vecinos se reunían debajo del roble más grande y
bailaban bajo las estrellas al son de la música que alguno de ellos tocaba con
una gaita o a veces con el único instrumento de sus voces, o en el mercado
dónde acudía con su madre y más tarde con su sobrina a vender lo poco que
sacaban de la tierra y sacar algún dinerillo extra para los gastos.
Su
hermana… Si ella supiera. Nunca le había
dicho lo mucho que la quería. No había tiempo para esas cosas y sin embargo, en
la soledad de la vejez, muchas veces se había planteado si no debería haberlo
hecho, sólo eso, sólo decirle lo mucho que la quería, con eso no haría daño a
nadie.
Ana
también estaba en el río, caminando descalza sobre las piedras. Aún hoy podía
sentir el frescor y notar la humedad en los dedos. Aún podía ver el claro dónde
un día aciago terminó su niñez. Volvió a ver a los pescadores y a oír sus
voces, burlonas al principio, agresivas después, bravuconadas de hombres borrachos pavoneándose delante de otros
hombres. Sólo un momento antes había estado pensando en lo que le gustaría
viajar y ver mundo y un instante más tarde estaba tendida en el suelo, llorando,
sangrando, mirando inmóvil el cielo y las estrellas. Aún así, las lágrimas y la
sangre eran una bendición frente a la vergüenza que vino después, la suya,
soportable, pero también la de sus padres, que dolió mucho más.
Ella
que quería viajar y el único viaje que hizo fue al pueblo de una prima de su
padre. Allí la obligaron a ir para acompañar a su madre que “por motivos de
salud” tenía que cambiar de aires. Meses
lejos de su casa, de su padre que nunca volvería a mirarla igual, lejos de esa
vergüenza que no entendía. Ella era la mancillada, ¿y la que tenía que
esconderse? ¿A la que repudiarían en el pueblo si supieran lo que había pasado?
Durante mucho tiempo se quedaba dormida llorando y preguntándose porqué, porqué
ella, porqué el mundo, porqué.
-Cumpleaños
feliz, cumpleaños feliz…
Las
voces de las enfermeras inundaron la habitación. Colocaron la tarta en una
mesita mientras la sobrina iba de un lado a otro colocando los regalos.
-Seguro
que nos oye, -le estaba diciendo a una enfermera. A veces noto que me mira y me
escucha.
La
enfermera sonreía educadamente, no quería quitarle la esperanza.
-Mira Ana, una tarta con forma de estrella. Como te gustan tanto…
Es
cierto, le gustaban. ¿Por qué no? Algunas cosas no pierden su poder de
encandilarnos pase lo que pase.
Cuando
regresaron al pueblo, aunque Ana era sólo unos meses mayor, parecía que había
crecido y madurado diez de golpe. Ningún vecino pudo dejar de notarlo, pero
nadie cuestionó el cambio, si acaso alguna mujer algo más espabilada que otras,
como Remedios, la Quesera, que si lo hizo fue en la soledad de su hogar y de
sus pensamientos, nada más. Todos se
regocijaron con la nueva hermanita de Ana, una bendición tardía para sus padres,
decían todos.
-Este
es mi regalo,-estaba diciendo Carmen. No sabía que comprarte, espero que te guste, -decía Carmen sacando una caja de una bolsa enorme. De la caja surgió un
perrito gris de peluche con las orejas en punta y un lazo al cuello.
-Lo
pondré aquí, en la butaca, ¿ves qué bonito? Se parece un poco a Chusco, el perro
que teníamos en el pueblo, ¿te acuerda de él? Siempre estaba mordiéndote la
falda y persiguiendo a Sofía, que se moría de miedo cuando veía que se le
acercaba. ¡La de remiendos que tuviste que coser aquél año! Creo que el perro ni
era nuestro, apareció allí un día por allí con pintas de llevar estar
abandonado sin comer varios días y aspecto de haber sido apaleado. Durante
mucho tiempo no dejó que nadie se le acercara, sólo tú. que le ibas dejando
trocitos de comida por el camino. ¿Te acuerdas?
Ana permanecía inmóvil, pero Carmen quería, necesitaba pensar que la estaba
escuchando. Siguió parloteando sin cesar mientras las enfermeras y el resto de
residentes daban buena cuenta de la
tarta. Incluso soplaron las velas haciendo el paripé de que había sido la
anciana, que inmóvil en la cama asistía inerte a su último cumpleaños.
Cuando la
fiesta ya había terminado, Carmen terminó de recoger todo, acomodó de nuevo a
Chusco en la butaca y se puso el abrigo para irse. En ese momento Ana
giró la cabeza y de su garganta salió un quejido débil. Carmen acudió
presta a su lado pero cuando se sentó en el borde de la cama y cogió la mano
plagada de arrugas de su hermana, ya no estaba segura de haber escuchado más que su
imaginación. Le retiró con suavidad y cariño un mechón de pelo de la cara y
suspiró desde dentro, desde dónde escondía últimamente su mayor miedo, el miedo a que aquél
fuera el último cumpleaños de su hermana. Tal vez por eso se había empeñado en
celebrarlo, pese a la condescendencia con la que la habían mirado algunas
enfermeras cuando lo propuso. Tenía
tanto miedo de quedarse sola, ya no tenía marido, su hija ya era adulta y se
iría en cualquier momento y entonces, ¿qué iba a ser de ella?
Apretó
fuerte la mano de la enferma. Ella la estaba mirando. Que las enfermeras dijeran lo
que quisieran, la miraba, estaba segura. Los ojos de la anciana se humedecieron
y nuevamente su boca se abrió en un amago para decir algo.
-No te preocupes, ya sé lo que quieres decirme, –¿había sorpresa en los ojos de la anciana?-.
Lo he sabido siempre.
Ana cerró los ojos. En paz.
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