El
padre de María murió cuando ella apenas acababa de cumplir cinco años y su
hermano pequeño Andrés aún no había
cumplido los dos. Apenas si recordaba
los días interminables pasados junto a su cama, viéndole consumirse cada vez
más. De su padre apenas si sabía que años atrás, había trabajado de conductor
de autobús y que así había conocido a su madre. No le dio tiempo a conocer
mucho más de aquel hombre bueno.
Su madre cayó en una absoluta depresión que la
inhabilitaba para cualquier cosa que no fuera yacer sin ganas en la cama. Los
niños hubieran muerto de inanición y seguramente su madre también, de no ser
por el tío José, el vecino más cercano en la aldea, que se acercaba todos los
días a traerles algo de comida. En la aldea casi todos estaban emparentados de
algún u otro modo aunque rastrear a
veces según que árbol genealógico podía ser una tarea muy ardua. José era un
primo lejano de algún primo del abuelo de Andrés y María. Llamarle tío era más
cómodo y sencillo, aunque el parentesco era ya más que cuestionable.
En sus
cortas vidas, los niños no habían tenido mucho trato con él. José empleaba
todas las horas del día desde que salía el sol hasta que se ponía, en trabajar
alguna de las muchas fincas que tenía repartidas por la zona. Tenía muchas bocas
que alimentar, su mujer, que apenas salía de casa por un “problema de huesos” y
sus cinco hijos, algunos ya mayores pero que seguían viviendo en la casa
familiar. La más pequeña había nacido
apenas unos meses, y Andrés y María la habían visto o más bien, la habían oído
berrear, en la iglesia, el día del bautizo.
El tío llegaba
con una cazuela todavía caliente y apenas
si se adentraba en la casa cuando venía. Se quedaba en la puerta diciendo en
voz bien alta “Le traigo algo de comida, Sofía”, y luego más bajito,
agachándose para estar a la altura de los niños “Uno nunca sabe lo que pueden
decir las malas lenguas”. Andrés y María le miraban sin entender qué eran esas
malas lenguas y porqué al tío José le preocupaban tanto, pero ansiosos por
hincarle el diente a lo que traía dentro de la cazuela.
María cogía
la comida y se encargaba de llevarle a su madre un plato que la mitad de las
veces recogía aún lleno. A sus cortos cinco años, asumió también la
responsabilidad de cuidar de su hermano pequeño. Le bañaba, le vestía y le daba
de comer. Y también le regañaba cuando le veía hurgándose la nariz, como
siempre había visto hacer a su madre.
Ésta
fue poco a poco regresando de la tierra de amargura en dónde se había refugiado
y recuperando la conciencia de que tenía dos criaturas solas en la casa y por
las que no podía dejarse morir como era su deseo. Por ellas terminó
levantándose y tomando las riendas de un hogar en el que no volvería a haber
alegría por mucho tiempo.
-Ahora
eres el hombre de la casa- le decía a Andrés, cuando le arropaba por la noche-.
Tienes que cuidar de mamá y de María.
Andrés creció con la responsabilidad y la
presión que suponía saber que era el hombre de la familia pero con la certeza
de que en las ocasiones en que habría hecho falta, nunca estaba a la altura y
siempre era María la que se ocupaba.
María por
su parte, siempre reprochó secretamente a su madre que no se diera cuenta que esas
esperanzas depositadas en su hijo a veces suponían un menosprecio para la hija,
que no se veía igual de valorada, a pesar de todos sus esfuerzos.
Sofía
siempre se mostraba más permisiva con su hijo Andrés, con sus entradas y sus
salidas, siempre dispuesta a disculpar los altercados en que invariablemente
acababa metiéndose, mientras que María se veía muchas veces axfisiada y
cuestionada por el control materno.
La
falta de recursos no les permitió a ninguno de los hermanos estudiar más allá
que las cuatro letras a las que entonces podían tener acceso en los pueblos
como el que vivían. Andrés lo tenía fácil, su ayuda era necesaria en la huerta
y con los animales, aunque las más de las veces tenía alguna excusa para no
aparecer y se las ingeniaba bastante bien para escaquearse si era necesario,
sin que a su madre pareciera importarle, pero María, una adolescente sin
formación, no veía un futuro demasiado
esperanzador.
El
destino, quiso decidir por ella. Como la jovencita guapa que era, no podía
evitar atraer la atención de todos los mozos en las pocas ocasiones que había
para ello, a la salida de misa, en los mercados, en las romerías… sin que
ninguno pareciera destacar en la cantidad o calidad del interés que María les
prestaba, hasta que un buen día eso cambió.
La cercanía tal vez fue un factor clave, porque el elegido resultó ser
Paco, uno de los hijos del tío Jose, el más pequeño de los chicos y a quién la vida tampoco le deparaba gran
futuro en una casa llena de demasiada gente.
En algún momento Paco decidió que
la única salida posible era marcharse de la aldea e intentarlo en un lugar
mejor. Gracias a un contacto, consiguió un billete de tren y unas referencias
par un empleo en Madrid. Con apenas 20 años, la suerte estaba echada, y no solo
para él, sino también para María, que ya no podía hacer otra cosa que seguir a quién había conquistado su joven corazón.
La
madre de María se rindió a lo inevitable y acabó contactando con los parientes
que aún tenía en Madrid para que pudieran echarle una mano a su hija si era el
caso. Ella se había marchado de la aldea siendo una niña con su madre y una tía
de ésta pero siempre habían tenido claro que era una situación temporal y que
volverían algún día. Pero el tiempo fue implacable y desgraciadamente primero
la tía y más tarde la madre murieron antes de ver como Sofía cumplía el sueño
de volver y reconstruir el viejo hogar que había quedado abandonado. No imaginaba que años después, su propia hija
recorrería otra vez el camino a la inversa.
Se
despidieron con lágrimas que hablaban de pena pero también resignación por una
decisión que en el fondo ambas sabían correcta. A María le costó mucho tomar la
decisión, le dolía dejar a su madre, sentía que no se estaba ocupando de ella
como debiera, más dejándola con su hermano, que no se preocupaba más que por sí
mismo.
María y
Paco llegaron casi con lo puesto a una ciudad inmersa en un loco crecimiento y
desarrollo que apabullaba la mente y los sentidos. Durante años convivieron de
alquiler en un modesto pisito sin calefacción ni agua caliente que compartían
con otra pareja. No fue fácil, pero a fuerza de trabajar y de no gastar en nada
que no fuese imprescindible, Paco en su puesto de maquinista y María, que
enseguida encontró colocación como asistenta en una casa de postín de las
afueras, consiguieron ahorrar lo suficiente para pagar la entrada de un pisito
igual de pequeño e igual de frío pero que por lo menos era suyo.
María
tuvo que dejar su trabajo cuando se quedó embarazada. A la señora no le parecía
apropiado que a sus invitados les sirviera la cena una mujer “con bombo”.
Afortunadamente a Paco le habían ascendido hacía poco en el suyo y el golpe no
fue tan duro pero aún así, si ya prescindían de “lujos”, aún se
propusieron restringir mucho más los
gastos.
Así nació
Sonia, en un hogar dónde cada peseta era minuciosamente contabilizada y
estudiada antes de gastarla, dónde ni siquiera el bebé, con las prerrogativas
que a veces suele concederse a la infancia, podía permitirse ningún capricho.
Todo era mesura, frugalidad y contención. Tan interiorizado tuvo Sonia su modo
de vida, que hasta que fue un poco mayor no se dio cuenta que había otros
modos, otras familias, otras vidas.
Cuando
llegó su hermana pequeña algunos años más tarde, la situación era un poco más
desahogada y desde el principio Sonia sintió que le había sido robada una
infancia que a su hermana Catalina le estaban regalando. Aunque por supuesto no
hubiera sabido expresar con palabras esa sensación y de todos modos poco a poco
fue olvidándola o encerrándola en algún oscuro rincón de la memoria, de dónde
sólo surgían trazos muy abstractos en ocasiones puntuales de enfado con su
hermana.
Mientras
tanto del pueblo llegaban cada año noticias diversas. Andrés parecía que por
fin había sentado la cabeza, o era lo que querían creer todos, más o menos
desde que Lola, la chica con la que se veía por entonces, se quedara preñada al
inicio de la primavera y tuvieran que amañar una precipitada boda en la ermita
del pueblo, entre parientes disgustados y vecinas curiosas que no paraban de
observar el vestido de la novia para ver “cuánto se le notaba ya a la pobre”.
Antes
de aquello, Andrés estaba deseando que
llegara el verano. Prácticamente todos los días había alguna fiesta o romería
para poder salir toda la noche con los amigotes. Si había suerte bailaban con
un par de chavalas y si había más suerte aún podían meterle mano a alguna.
Ninguna preocupación, ninguna responsabilidad. Pero ahora, hombre casado, tenía
que pasar las noches con su mujer, y atenderla en un embarazo que se estaba
volviendo complicado.
A Lola
la había conocido en las fiestas de la aldea. Había llegado tarde a la romería
porque hasta el último rayo de luz, tuvo que quedarse ayudando a su madre en la
huerta. No vio a ningún conocido así que decidió adentrarse entre el gentío que
se acumulaba al lado del palco para ver mejor a los músicos. La chica que
cantaba no lo hacía del todo mal, pero sospechaba que la principal razón de que
hubiera tanta gente, hombres principalmente, mirando y sin bailar, era el
vestido ceñido que llevaba y que amenazaba con subirse un poco más cada vez que
giraba al son de la canción. El hizo como todos y se apoyó un rato en la
estructura metálica con el cuello echado hacia atrás disfrutando del inesperado
espectáculo.
Cuando
empezó a cansarse, dio una vuelta alrededor del campo dónde se celebraba la
fiesta. Aquí y allá había parejas bailando y los que no lo hacían seguían el
ritmo con los pies para afrontar la noche que se estaba quedando fresquita.
Buscaba por inercia, esa cara bonita a la que acercarse y pedirle un baile,
olvidado ya el cansancio del día.
Y entonces la vio. Estaba sentada al borde
del camino, con su mejor vestido sin duda y modosita con las manos cruzadas en
el regazo. Seguramente alguna amiga se acababa de levantar para saludar a
alguien y ella la estaba esperando, mirando al suelo y siguiendo el ritmo de la
canción con el tacón de su zapato. Lo cierto es que le sonaba un poco su cara,
seguramente era de la aldea o de los alrededores. Se acercó a ella y de esa
manera Andrés selló su destino.
Lucas era un león
aunque nadie lo diría, porque se sostenía sobre las dos patas traseras y tenía
cara de bonachón. También parecía estar triste, extraño para quién todos
consideran “el rey de la selva”. Era un
peluche barato de los que salen caros en las tómbolas de las fiestas de pueblo
gracias a mozos como Andrés que por impresionar a las chicas se dejaban a veces todo el jornal en fichas.
Al menos
Andrés consiguió su objetivo aquella noche, aunque luego vinieron muchas más
para desesperarse. No tenía trabajo, pasaba
el tiempo y no encontraba nada. Incluso
su hermana, más preocupada por su madre que por él le ofreció a la nueva pareja
y a su futuro bebé unos meses de estancia en su hogar para que buscaran suerte
en Madrid. Pero Andrés no quería la caridad de su hermana y sin embargo no le quedó más remedio que finalmente
aceptar la del padre de su mujer que tenía una hermana viviendo en Francia. Poco
después de que Lola diera a luz, marcharon los tres a una nueva vida, dejando
detrás, entre otros, el corazón roto de Sofía, que en pocos años había visto
partir a sus dos hijos.
De
camino a la frontera, Andrés, Lola y la recién nacida Elisita hicieron una
parada para visitar a María. A ésta no le había gustado nada que su hermano se
negara a aceptar su ayuda y no pudo evitar sentirse un poco distante y fría con
él. Y Andrés no pudo evitar sentir cierto alivio cuando prosiguieron el viaje.
La relación entre los hermanos nunca había sido del todo cordial, ambos tenían
demasiadas cosas que reprocharse y demasiado orgullo para reconocerlas.
María siempre se sintió desplazada por
un hermano al que su madre parecía adorar por el simple hecho de ser del género
masculino , y al que invariablemente perdonaba hasta el último de sus defectos.
Andrés por su parte, no se sentía cómodo con su perfecta y responsable hermana.
Lola y
María utilizaron aquellos días para conocerse y pasear por el parque con sus respectivas
hijas a cuestas. Elisa y Sonia parecían haber congeniado a pesar de ser tan
sólo unos bebés. A Lola le daba cierta pena que su marido y su cuñada no
estuvieran tan cercanos como lo estaba ella con sus hermanos, pero tenía
suficientes problemas propios que atender para hacer algo más que reprochar a Andrés
el que no hubiera tenido ni el detalle de traerle un regalo a su sobrina. Andrés se sintió avergonzado, no había sido a
propósito, simplemente no se le había ocurrido,
así que la tarde antes de irse y siguiendo un impulso tonto, le regaló a
Sonia uno de los juguetes de su hija, un peluche que creía recordar que había
ganado en alguna tómbola. María fue lo suficientemente educada para fingir que
no se daba cuenta de estar recibiendo un regalo de segunda mano y lo
suficientemente agradecida para apreciar el gesto improvisado.
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