Tras la mayoría de las decisiones de nuestra vida se
esconde algún mecanismo psicológico de defensa frente al mundo. Entre esos
mecanismos o autoengaños que utilizamos
para hacer frente a algunas situaciones más o menos difíciles, a sentimientos
de frustración, a miedos, etc, está el mecanismo de la compensación.
La compensación consiste en silenciar un sentimiento
de inseguridad por ejemplo exagerando un rasgo real. Cuando tomamos una copa
porque hemos tenido un mal día buscamos la sensación de euforia y seguridad que
en realidad no tenemos. Una persona con un defecto físico puede dedicar horas
extenuantes al gimnasio. Dicen que todos los grandes dictadores tenían algún
sentimiento de inferioridad; los
gobiernos autoritarios serían así la manifestación extrema de un mecanismo de
compensación de un individuo con baja autoestima. También la compensación explicaría
porqué la mayoría de actores son grandes tímidos.
Leí en un libro de Albert Espinosa que las personas somos traumas de infancia, lo que no es más que otra forma de
decir que somos producto de nuestro pasado y nuestros deseos están más condicionados
de lo que nos gusta admitir.
A menudo
hacemos cosas que no pudimos hacer de pequeños, o hacemos lo contrario
precisamente para rebelarnos, son nuestros pequeños traumas según Espinosa y
nuestra forma de compensar según la Psicología.
Mi trauma de infancia este año tiene forma de árbol
de Navidad. Siempre he deseado unas Navidades de película, con un árbol gigante
al lado de una chimenea y la casa envuelta en luces cegadoras, con un reno en
el jardín. Pero en mi casa de pequeña no teníamos ni jardín, ni chimenea ni
árbol gigante. Por no tener, creo que no había ni espíritu navideño.
¿Resultado? Sobrecompensación.
He acabado comprando un árbol de Navidad de más de 2 metros que casi no entra en casa, pero estoy encantada como una niña de cinco años con él. Después de adornarlo, fotografiarlo y enseñárselo a todo el que haya tenido la santa paciencia de aguantarme estos días, y de que la euforia se haya disipado un poco, mi mente ya piensa con más claridad, la suficiente para entender qué hay en realidad detrás de este árbol.
He acabado comprando un árbol de Navidad de más de 2 metros que casi no entra en casa, pero estoy encantada como una niña de cinco años con él. Después de adornarlo, fotografiarlo y enseñárselo a todo el que haya tenido la santa paciencia de aguantarme estos días, y de que la euforia se haya disipado un poco, mi mente ya piensa con más claridad, la suficiente para entender qué hay en realidad detrás de este árbol.
Bajo las ramas de este árbol está mi espíritu
navideño, ése que cada vez puedo compartir con menos gente, ya que cada año se
multiplican los Mr. y Mrs. Scrooges a mi alrededor, adalides del mal humor y la crítica barata a
estas fechas. Que si son fiestas comerciales, que si vaya horterada, que cuánta
hipocresía, que quién quiere compartir una cena con los cuñados, que si recibes
regalos de compromiso que tienes que devolver… ¿Qué nos pasa? ¿Cuándo la
Navidad ha pasado a ser una obligación en vez de una oportunidad?
Tengo muy comprobado que todos esos que protestan
por sus regalos, no dedican ni cinco minutos a pensar en lo que van a regalar
ellos. También me ha tocado constatar desgraciadamente, que los que más se
quejan de que estas fechas sean una imposición para cenar con la familia, son
los mismos que de no existir la Navidad, no se acercarían nunca a cenar con
ella. No existe la falta de tiempo, sino la falta de interés. Cuando no hay
interés, da igual las oportunidades que te ofrezca la vida, pondrás un montón
de excusas para dejarlas pasar. Oigo tantas excusas estos días que necesito mi
árbol para recuperar la paz.
Me encanta la Navidad, me encantan las ciudades tan
bellamente adornadas e iluminadas, el ambiente que se respira, me gusta decorar
mi casa, poner el belén, hacer cosas especiales que no hago el resto del año. Y
me da igual si no soy muy creyente, no es la cuestión, encendería un Hanukiyah judío (candelabro) en
el hall si fuera el caso, pero no he crecido en un entorno que celebre el Hanukkah,
sino en uno que celebraba la Navidad con árbol, turrón y belén. No es la religión, es la tradición lo que me gusta, lo que quiero preservar y lo que no me gusta que se ataque, sobre todo si se hace con
argumentos tan débiles como los que escucho a veces. Me gusta el anuncio de El Almendro, el de la Lotería, (cada vez menos el de Freixenet), la nieve, el frío, vestir la mesa de rojo y oro y brindar con cava.
Y me encanta el acto de regalar. El hecho de pensar
en alguien a quién quieres, en cómo es, en lo que le puede gustar, lo que le
puede hacer ilusión, lo que puede necesitar. Y aunque me caigan calcetines de vez en cuando, de personas que obviamente no son
como yo, no es suficiente para acabar con esa sensación. Si tenéis la ocasión
como yo de observar una fila de personas esperando a que otra les haga entrega de un regalo (era una fiesta de empresa) , podríais comprobar al igual
que yo algo muy curioso. ¿Sabéis quién parecía más feliz? ¿Los de la cola o el
que estaba repartiendo los regalos? Pues eso.
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