Tenía una casita al pie de la montaña,
ordenada y limpia,
con comida recién hecha en los platos,
agua fresca traída de la fuente,
fuego en la chimenea y música.
Todo preparado para recibir visitas,
pero las visitas no llegaban.
Almohadones frescos y mullidas camas,
alfombras cálidas que acarician pies,
y en las ventanas, cristales esféricos que atrapan
la luz
y la devuelven en forma de lágrimas de color.
Olía a lavanda, a espliego y a flor.
Con las piernas cruzadas y el corazón abierto
esperaba,
pero nadie llegaba.
Tenía una casita permanentemente bañada por el sol,
un palacio de juguete, un hogar de verdad,
pero nadie tocaba a la puerta.
Los años pasaban
hasta que un día…
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