jueves, 31 de diciembre de 2015

Canapé de aguacate y cherry








Con el aperitivo fácil de esta semana podéis triunfar en cualquier ocasión. Es muy vistoso, rico y además nutritivo y sano. Os lo recomiendo.




Preparación:



Trituramos con un tenedor un aguacate al que añadimos el zumo de media lima y una pizca de sal y pimienta.

Ponemos una porción de esa mezcla sobre una tosta de pan.

Sobre el aguacate espolvoreamos un poco de cebolla crujiente (o si queréis cebolla fresca pero entonces cortadla bien finita). La cebolla frita se compra ya envasada, no nos complicamos la vida.

Finalmente  adornamos con un cuarto de tomate cherry. Previamente habremos cortado los tomates en un bol aparte dónde los salamos un poquito y les añadimos orégano y un chorrito de aceite. Revolvemos un poco y los vamos colocando sobre nuestro pintxo.

Ya sólo queda poner un poco de crema de vinagre de módena y listo para degustar con un buen vino.









Feliz 2016


"Que la MAGIA sea tu mejor traje, tu SONRISA el mejor regalo, y tu FELICIDAD mi mejor deseo."



Frase favorita de una mágica amiga










miércoles, 30 de diciembre de 2015

Bocadito de pepino y atún








Este es un aperitivo refrescante y crujiente muy fácil de hacer.

Cortamos un pepino en rodajas de un par de dedos de alto (no mucho más, pensad que se tienen que comer de un bocado). Con una cucharilla vaciamos un poco el interior pero sin llegar al fondo. Salamos y damos media vuelta para eliminar el exceso de líquido.

Mientras, mezclamos el atún con un pan de cucharadas de mayonesa y sazonamos con un poco de pimienta para darle un toque algo más subidito.

Es hora de rellenar los bocaditos de pepino con la mezcla de atún y decorar con pepinillos en vinagre.

Para que el pepino quede más bonito, antes de cortarlo en rodajas podéis hacerle unos cortes longitudinales con un pelador. Aunque se puede dejar tal cuál y el efecto es igual de vistoso.










¿De qué está hecho el camino?

Las palabras, las sonrisas, los abrazos y colores construyen el camino.
También los besos, las canciones, las huellas y las lágrimas.

Me estremezco…
el sonido de unos pasos en la hierba, apagados, amortiguados,
el roce de la brisa en mi mejilla,
un ladrido lejano.

Descanso para tomar fuerzas,
mañana continuaré caminando
escribiendo, hablando y sonriendo.
Cantaré y lloraré,
mañana….

Con palabras construyo mi camino,
con sonrisas, con abrazos, con besos y canciones,
 con pasos y gemidos.

Hoy descanso y escucho.
hasta el aire se ha parado. Dejadme.
Mañana seguiré caminando.

Blanco, mi camino,
blanca mi casa,
luz del norte, 
vida.

Por fin algo en mis pulmones que no es veneno.

















martes, 29 de diciembre de 2015

Sueños

Sueños…
Cuando todo es posible, cuando nada es extraño.
Puedo ser yo, puedo ser mil,
deslizándome sobre  un tiempo elástico atravesando tormentas lejanas,
surcando cielos de cuarzo y mares de zafiro.

A veces la cordura permanece agazapada
tras muros de ilusión y magia.
Otras se inclina ante la razón insomne,
sueño dentro de otro sueño, vida dentro de otra vida.

-Se acabaron los sueños mediocres, -dijiste- sólo voy a soñar a lo grande.
Pero la voluntad no habita en la tierra del sueño
y a veces has cumplido, a veces te has abandonado.

No hay temor cuando debiera, apenas indiferencia, 
tampoco alegría aunque lo parezca,
ni éxtasis glorioso ni desolación; todo es medianía.

Con guión o sin él, novela o poema,
tanto si las piezas encajan en un cuadro,
como si son un caleidoscopio fugaz,
el resultado es el mismo al despertar: el olvido; 
vuelvo a ser yo.







Ojos de cristal

¿Quién es el mayor? Lo he olvidado
Tal vez porque no importa..
¿Quién, el preferido?
Nadie, todos me miran desde el extremo
del camino recorrido.

Mirando atrás cada uno lleva en sus ojos
y en su piel la historia de un momento,
un particular momento.
Como una foto que captura un instante,
ellos son así, instantes congelados
que vuelven, que nunca se han ido.
Cada tacto, una historia,
 cada abrazo, una sonrisa, o una lágrima
que el tiempo transformó en sonrisa.

Parecen muertos,
parecen no existir
¿Qué tienen de especial?
La vida que evocan, aunque no tengan,
las memorias, los recuerdos que atesoran,
guardianes del pasado,
guardianes de la vida.

Corazones silenciosos, ojos que no ven,
seres sin lenguaje que transmiten mil palabras.
Espejos de emociones,
mi reflejo,
mi yo en un montón de yos,
mi yo fragmentado en un pedacito de luz,
luz que nunca se apaga,
luz que nadie más ve.
¿Pero importa?

¿Importa si sólo yo escucho?










lunes, 28 de diciembre de 2015

Relato: Corazón de guata (V) -"Marcela y Paloma, vacas lecheras"

Cuando éramos pequeñas, mi hermana y yo pasábamos todo el verano en casa de mi abuela.  Mi madre iba con nosotras en autobús en un viaje que se nos antojaba eterno, allí pasábamos un par de días las cuatro juntas,  y luego ella se volvía a casa con mi padre hasta que finalmente ambos cogían vacaciones y llegaban juntos a mediados de agosto para pasar la última quincena del mes de agosto.

Mi madre dedicaba ese poco tiempo que pasaba con nosotras y la abuela, principalmente a organizar habitaciones, armarios, coladas y dar instrucciones precisas a todo el que se le pusiera por delante, incluidas nosotras, que decíamos que sí a todo sin hacer el mínimo caso, ya que estábamos demasiado ocupadas en explorar hasta el último rincón de la vieja casa de piedra como si fuera la primera vez que la veíamos: la cocina de leña, los cuartos de madera oscura, con camas grandes y pesadas que ocupaban casi todo el espacio; la de la abuela con una colcha hecha a mano de mil colores y una vieja muñeca de trapo reposando sobre la almohada, la que ocuparían mis padres, sobre la que colgaba un cuadro de mi madre el día de su primera comunión y la que ocupábamos nosotras, con dos cojines de puntillas y un aparador de “princesas” como decía mamá, porque la madera estaba desteñida y parecía de color rosado.  

Por supuesto visitábamos el desván, lleno de polvo, el patio dónde la abuela tenía un par de conejos y alguna gallina, el jardín con preciosas plantas y flores , el antiguo pozo que había quedado como reliquia de un pasado olvidado, y el hórreo al que teníamos prohibido subir por si nos caíamos pero en el que acabábamos cuando no nos veía nadie.  Sólo cuando se nos pasaba el entusiasmo inicial, empezábamos a ser conscientes de la inminente partida de mamá, a la que íbamos a despedir a la estación de autobuses. Entonces nos colgábamos de sus faldas mientras ella nos cubría de besos y nos pedía por enésima vez que fuéramos buenas y que obedeciésemos a la abuela.

Lo mejor de aquéllos veranos era la posibilidad de estar al aire libre permanentemente. Desde que nos levantábamos por la mañana hasta que rendidas caíamos en nuestras camas, ocupábamos el día en corretear por el jardín, saltar por el prado, pisar el huerto ante los gritos de la abuela que nos decía que ese año no íbamos a tener pimientos por nuestra culpa (mentira, nunca en nuestras vidas hemos vuelto a comer ni a ver tanto pimiento, jamás se acababan) y en toda suerte de travesuras y juegos que se nos iban ocurriendo sobre la marcha. Solíamos  hacer “ pasteles” y “tartas” de tierra y agua que luego decorábamos con pétalos de flores y fingíamos comer en una supuesta merienda de “señoritas” mientras nos pasábamos las tazas y las cucharas robadas de la cocina diciendo continuamente “gracias” y “por favor”. También hacíamos collares y adornos para el pelo con flores que recogíamos en el mismo borde del camino o nos empachábamos comiendo moras de todos los zarzales que encontrábamos.

Lo cierto es que en Madrid sobre todo, mi hermanita pequeña era una carga que tenía que “soportar” y de la que siempre estaba intentando deshacerme, pero en el pueblo, si no había nadie más, a solas las dos  lo compartíamos todo y no nos separábamos jamás.

Cuando la abuela nos dejaba subir al pajar, aquello era un regalo. Se trataba de un espacio enorme enfrente de la casa al que se llegaba por una enclenque escalera de madera y en el que había un montón de baúles llenos de trastos y ropa vieja que nos encargábamos de sacar. Nos encantaba disfrazarnos con esa ropa antigua y a veces martirizábamos también al pobre gato intentando ponerle alguna prenda que veíamos apropiada para fingir que era nuestro bebé. Por supuesto, eso explicaba buena parte de los arañazos, aunque no todos, con los que recibíamos luego a nuestros padres, que escandalizados entre abrazo y abrazo nos preguntaban dónde habíamos estado restregándonos.   

Mis padres llegaban siempre exhaustos por el largo camino y los meses de duro trabajo. Mi padre trabajaba en una fábrica de conservas y mi madre limpiaba casas. Tal eran sus ganas de desconectar del mundo que apenas sí salían de casa y como mucho se les veía deambular dando largos paseos por la orilla del río cogidos de la mano, sin prisa y sin hablar. Aunque no recuerdo que mis padres se profesaran en público grandes muestras de afecto, sin embargo sí les veo yendo a todas partes de la mano, como niños.

La abuela Sofía trajinaba en la cocina sin parar, nos atendía a todos como los huéspedes que éramos y no dejaba que mi madre tocase un solo plato y se escandalizaba si el que hacía amago de tocarlos era mi padre. Estaba siempre a nuestra disposición y nunca la oímos quejarse, siempre alegre, siempre riendo, siempre tarareando canciones que nadie más sabía.

A veces mi hermana y yo nos sentábamos con ella en lo alto del prado y desde allí observábamos el apacible discurrir del río, allá en el fondo. Nos preguntaba por las cosas del colegio, por lo que hacíamos durante el año en Madrid, por nuestros amigos, nuestros juegos... y a nosotras nos faltaba tiempo para explicarle atropelladamente nuestras apretadas agendas infantiles.  Aprovechaba para soltarnos el pelo que mamá nos recogía en sendas coletas y nos hacía bonitas trenzas que nosotras tratábamos de imitar en nuestras muñecas.

Ella también hablaba y aún recuerdo el tono y la cadencia de su voz, tan suaves como la brisa que a veces hacía ondear nuestras faldas. Nos contaba historias de cuando ella también era niña como nosotras, en la antigua casa que ya no existía, y sobre cuyos escombros el abuelo había construido con sus manos la que ahora habitábamos.

-La guerra lo destrozó todo – decía con la vista perdida-. Pero siempre supe que volvería.

Historias de cuando vivía en Madrid, de cómo conoció al abuelo a quién veía todos los días cuando iba a la academia de costura. El era el chófer del autobús y desde que descubrieron su común origen gallego, charlaban sin parar durante el trayecto. Finalmente se casaron y decidieron regresar  a Galicia, aprovechando ese terruño que por ley era de la abuela , con una casa que ya no existía pero que ellos reconstruyeron para fundar su hogar a fuerza de trabajo duro. No les duró mucho la felicidad sin embargo, el abuelo murió poco después en un desgraciado accidente con el tractor, pero de esas cosas la abuela nunca nos contaba nada.

Nos contaba anécdotas de nuestra madre y de nuestro tío Andrés, el hermano de mamá al que casi nunca veíamos  porque hacía años que vivía en Francia.  Sólo de vez en cuando venía a pasar unos días con su familia. Yo estaba deseando que vinieran porque mi prima y yo nos entendíamos a la perfección, teníamos la misma edad y disfrutábamos cada minuto que pasábamos juntas, pero no siempre nos encontrábamos y yo tenía que “conformarme” con pasar el rato con mi hermana, que cada año me iba pareciendo más pequeña que yo. ¡Qué curiosa percepción del tiempo cuando vamos creciendo!. 

-Cuando yo era pequeñita como vosotras,-decía la abuela-, teníamos dos vacas en casa. Yo quería ordeñarlas pero mi madre y la tía nunca me dejaban. Un día me levanté antes que ellas y entré en la cuadra. En la casa vieja, la cuadra estaba justo detrás y comunicaba con la cocina por una puerta ancha y pesada. Coloqué el banquito  para sentarme y el cubo, como había visto hacer mil veces y me dispuse a ordeñar a vaca que encontré primero, que resultó ser Marcela, la vaca pelirroja. La otra era Paloma, que tenía manchas blancas y negras y que aprovechando la puerta que yo había dejado abierta sin darme cuenta, entró en la cocina. –nosotras que ya sabíamos el final de la historia, mil veces contada, nos tapábamos la boca en ese momento para contener la risa-.

-El caso es, -continuaba la abuela- que mientras yo me las apañaba más mal que bien con la tetilla de la vaca Marcela, su compañera Paloma estaba de excursión por el interior de la casa, entró en el cuarto de madre y de la tía volcando una silla por el camino, con lo que las dos mujeres se despertaron sobresaltadas para encontrarse a la vaca recostada a los pies de la cama masticando una vieja manta. Tal fue el susto que se llevaron que las dos salieron corriendo en camisón gritando que habían visto al diablo. 

Mi madre cogió la escopeta de mi padre, que colgaba encima de la ventana del cuarto pero con la confusión  y el miedo que tenía no se acordaba de dónde estaba guardada la munición y empezó a revolver armarios y vaciar arcones. De todos modos para entonces la tía ya había descubierto a la verdadera responsable del desaguisado y me llevaba de vuelta a la cama agarrada de una oreja.  Eso sí, no solté en ningún momento el barreño con las pocas gotas que conseguí robarle a Marcela.

Mi  hermana ya no aguantaba más y al llegar el final de la historia, se tiraba por el suelo de la risa que le daba y empezaba a rodar prado abajo ante los falsos grititos de preocupación de mi abuela.

Y así transcurrían los días, sin tiempo ni obligaciones ni preocupaciones, hasta el día de volver a casa, en el que nos levantábamos todos de mal humor, mi madre preparaba las maletas sin hablar con nadie, mi padre se dedicaba serio a lavar el coche en el patio trasero con mucha más concentración de la necesaria y mi abuela, desaparecía sin que nunca supiéramos dónde estaba. 

Ahora se que se escondía para llorar por la inminente separación,  para no tener que llorar luego cuando nos cubría de besos y nos daba los últimos regalos para que nos los lleváramos a casa. Mi hermana ha heredado esa manera de la abuela, cuando algo la apena, llora mares y ríos y lagos, aunque siempre en solitario, luego aparece con los ojos rojos y la nariz congestionada esgrimiendo la más amplia de las sonrisas, y los demás nos debatimos  entre las  ganas de sacudirla por ser tan tonta y no pedir ayuda y las de abrazarla y arrullarla como cuando era un bebé.

El último verano, mi abuela nos entregó ya en el coche los que iban a ser sus últimos regalos. Los abrimos cuando ya estábamos a mitad de camino, mi madre no nos dejó hacerlo antes.  

-¡Marcela! -gritó excitada mi hermana cuando terminó de desenvolver el suyo y encontró una vaca de peluche. Yo aún me peleaba con el papel de regalo en el que venía envuelto el mío, aunque ya sabía lo que iba a encontrar.

-Paloma –dije bajito. Y Cata y yo nos miramos, cómplices, sintiendo esa conexión especial, de hermanas y niñas.








sábado, 26 de diciembre de 2015

Relato: Corazón de guata (IV) -"Violeta"

Sofía apenas tenía 3 años cuando el viento comenzó a traer junto con los habituales  trinos de los pájaros y el zumbido de los insectos, otros sonidos desconocidos aunque afortunadamente para quién los reconocía, de momento,  distantes.   Su madre le explicó un día que eran los cañones de la guerra y Sofía pasaba las noches intentando descifrar por el ruido, cómo sería un cañón y cómo sería la guerra. Ningún mayor hablaba de ello y su imaginación se alimentaba de conversaciones furtivas escuchadas a medias, adultos susurrando en los rincones, con expresión angustiada y la cabeza baja que retomaban con fingido entusiasmo las tareas cotidianas cuando ella se acercaba.

Sabía, eso sí, que la guerra era ese sitio a dónde un día había ido su padre, a quién ya casi no recordaba. A veces, en la oscuridad de la noche, arrebujada entre las mil mantas con que su madre la tapaba en un infructuoso intento de quitarle el frío que se colaba inmisericorde a través de las grietas de la casa, veía imágenes difusas de un hombre y una niña corriendo y riendo en el prado, bajo la inexpresiva mirada de las vacas que de vez en cuando levantaban la cabeza del suelo en que pastaban, imágenes que cada vez se le aparecían más borrosas. Le daba miedo preguntar a su madre y a sus tías, porque sabía que ellas no querían contestar, así que se limitaba a cerrar los ojos e imaginar.

Sofía era muy pequeña para ocuparse de ninguna de las tareas de la casa y no había más niños en la aldea con quién entretenerse. Pasaba los días detrás de las faldas de su madre, viendo como se ocupaba de los animales, del pequeño huerto y de la casa. Su madre se levantaba antes que el sol para ordeñar las dos vacas que aún les quedaban, limpiar las cuadras y dar de comer al cerdo, al conejo y a las gallinas. Si el tiempo era bueno, dejaba que las vacas pastaran al aire libre pero si el día amanecía demasiado frío, tenía que acarrear hasta la cuadra grandes fardos de  hierba que cargaba sobre su espalda ya permanentemente encorvada. Luego era el turno de las labores de la huerta. Sofía se sentaba a su lado sobre la tierra húmeda y enterraba los dedos, haciendo surcos que el aire siempre acababa rellenando. “Nena, ponte mi delantal debajo del culo”, le decía su madre,  pero el delantal acababa olvidado cuando se levantaba tras el rastro de algún bicho que había llamado su atención.  

El mejor momento del día era al volver a casa, ateridas de frío, cuando su madre encendía la cocina de leña y lentamente la cocina iba caldeándose y ellas iban despojándose poco a poco de capas de ropa. Capas que había que volver a ponerse a la hora de salir hacia las habitaciones.

Antes dormían juntas pero la tía Ana le había hecho notar a su madre hacía unas semanas que la nena ya era lo bastante grande como para dormir sola. Hasta entonces, Sofía no había tenido sentimientos especiales por nadie que no fueran su madre o ese padre ausente y ya medio olvidado; el resto de las personas le eran indiferentes.  Pero a partir de ese momento, la tía Ana pasó a una categoría recién creada de “personas que no gustan” y Sofía tuvo que empezar a dormir con su muñeca de trapo en vez de con su madre.

Con la llegada de la primavera, las flores comenzaron a desperezarse perezosas en busca del  tímido sol que calentaba con más fuerza y durante más tiempo que hacía apenas unos días, para regocijo de Sofía, que ahora pasaba más tiempo alejada de su madre haciendo pequeños ramos de flores silvestres que luego metía en algún vaso de agua en la cocina. Los prados y campos empezaron a cubrirse con mil tonos de verde y todos los árboles desplegaban el poderío de sus ramas anticipando los frutos que en breve ofrecerían a quién quisiera cogerlos. Los pájaros, eufóricos, surcaban los cielos mezclando ritmos y melodías. El aire olía mejor y esas noches más cortas, menos frías, suponían una bendición en todas las casas del valle.

Otro tipo de cambios sin embargo, no fueron tan bien recibidos.  Los sonidos hasta entonces lejanos de “cañonazos  y  bombas” (dos palabras nuevas que Sofía había aprendido ese invierno) ya no lo estaban tanto. Cada vez se oían con más fuerza las explosiones y a menudo, las noticias sobre tal o cuál batalla (otra palabra nueva) llegaban antes, no por la rapidez de los mensajeros, sino porque el lugar de la batalla en cuestión se encontraba más cerca.

Otros años, la primavera había traído sonrisas y ánimos más relajados a las personas mayores, pero este año, Sofía se había dado cuenta de que no estaba siendo así. Sus caras se vestían demasiado a menudo de amargos rictus de preocupación y en más ocasiones de las deseadas, ya no se acordaban de fingir otra cosa en su presencia.

Su madre la despertó una noche y le ordenó que se vistiera deprisa. Medio dormida aún, pudo ver que ella llevaba puesto el traje que reservaba para los domingos de mercado, al igual que la tía Ana que miraba desde la puerta, con un par de maletas a los pies. 

-Nos  vamos de viaje, nena.  Vamos a visitar a los tíos de Madrid –, le dijo por fin su madre mientras le terminaba de abrochar la chaqueta.

Sofía tenía un montón de preguntas, estaba segura de que esas no eran horas para hacer ningún viaje, pero no podía hacer ninguna ante los continuos “Chssst” y “Date prisa” de las dos mujeres.  Aún sin respuestas, intuía que ese viaje iba a suponer una larga ausencia así que en el último momento cogió a su muñeca,  y así agarrada a ese trozo de trapo y en brazos de su madre abandonó para siempre el que había sido su primer hogar.

Era noche cerrada pero las dos mujeres se las ingeniaban para seguir el camino hasta el río, dónde unos murmullos entrecortados revelaban la presencia de más gente de la aldea, que como ellas, caminaban en la sombra, con bultos en las manos y sobre sus cabezas. Tras varias horas de caminata en silencio, el tímido sol comenzó a salir entre las colinas, lo suficiente para ver el carro que les esperaba y dónde montaron amontonados para que no tuviera que hacer más viajes.

Al mediodía ya estaban en la ciudad dónde su madre, la tía Ana y ella se montaron en un vagón de tren que las conduciría a Madrid. Rendidas, las tres cayeron dormidas en apenas unos minutos, apoyadas las cabezas de su madre y la tía y bajo el brazo de su madre ella, sujetando en el regazo  la muñeca.
Y Sofía soñó.

Soñó con el último día que había visto a su padre. Era día de mercado en el pueblo. El la llevaba cogida de la mano mientras paseaban entre los puestos de los feriantes. Su madre estaba en uno de ellos, sentada delante de cestas repletas de tomates, lechugas, huevos y quesos que ella misma elaboraba. El día no se estaba dando muy bien, la gente no tenía muchas ganas de gastar.

Más allá de los puestos de alimentos,  en la parte de arriba de la plaza, se colocaban otros que a Sofía le gustaba más mirar. En algunos había artículos para el hogar (cestos, menaje, ropa de cama),  en otros, herramientas de trabajo, en otros cachivaches que nadie, ni siquiera su padre parecía saber para qué servían, en otros, jabones, lociones y cremas y a veces, no siempre, había alguno con dulces para los niños. 

Sofía brincaba más que caminaba, moviendo su cabeza de un lado a otro, principalmente buscando ese último puesto dónde sabía que su padre no podría resistirse a comprarle algún regaliz o caramelo o en ocasiones hasta algún juguetito que el feriante de turno dejaba colgados convenientemente a la altura de los más pequeños. Y precisamente allí, colgada del pelo, estaba Violeta, esperando.


Violeta estaba hecha de trapo y ya había trotado bastante para su corta vida. De hecho, era una muñeca de segunda mano pero con un lavado de cara y unos remiendos, la vendedora pensaba que aún tenía posibilidades de venderla, como así fue. Era el juguete más barato del puesto, el padre de Sofía no se podía haber permitido ningún otro. Pero eso Sofía no lo sabía ni le importaba. Su nueva adquisición, la primera muñeca que tenía en su corta vida, sin contar las mazorcas de maíz con las que habitualmente jugaba, era lo más bonito del mundo, y lo sería siempre, pasara lo que pasara.






viernes, 25 de diciembre de 2015

Feliz Navidad


"La Navidad es una necesidad. Tiene que haber al menos un día en el año para recordarnos que estamos aquí para algo más que nosotros mismos."



Eric Sevareid










martes, 22 de diciembre de 2015

Relato: Corazón de guata (III) -"El osito "Forever Friends" y Giorgio el Koala"

Lucía y Catalina se recordaban siempre siendo amigas. No sólo amigas, sino las “mejores amigas”. Sus padres vivían en el mismo edificio y ellas habían crecido prácticamente juntas, escalera arriba, escalera abajo, compartiendo juegos, colegio, amigos y algo más tarde, facultad y hasta algún que otro novio. Lucía no tenía más hermanos o hermanas,  algo que sin duda  ayudó a acrecentar aún más el lazo que la unía a Catalina, quién sí que tenía una hermana mayor pero los cinco años de diferencia entre ellas, salvo en contadas ocasiones, suponían una gran distancia.

Por eso el día que Lucía anunció que se casaba y se trasladaba a vivir a otro país fue tan duro.

-¡Australia nada menos! -¿no podías irte más lejos! – Catalina se llevó las manos a la cabeza. Tanto paseo por la playa aquel verano y al final Lucía y el surfero australiano con el que empezaron a hablar un día tonto de verano, habían hecho algo más que intimar.

Catalina llevaba ya un año casada con un compañero al que conoció en el bufete dónde trabajó al terminar la carrera, sin que ese hecho hubiera afectado al tiempo que seguían compartiendo juntas, a las charlas interminables,  a los planes de “solo chicas” una vez al mes, pero esta nueva situación sí prometía ser diferente. Estaban el teléfono y las redes sociales, claro, pero las dos temían que no fuera lo mismo.

Catalina pidió un día libre en el trabajo y se encerró en casa a llorar aprovechando que su marido hacía esa semana horas extras. No quería hablar con nadie, quería sumergirse en su pena, saborearla, saciarse de ella. Solo así podría luego continuar. Siempre había sido su manera de afrontar la tristeza.

Organizaron como no podía ser de otro modo una fiesta de despedida, en  la que no había más invitados que ellas dos, vieron una película, comieron chuches, rieron, lloraron a ratos y finalmente se despidieron con un abrazo y un regalo. Lucía le había comprado a Catalina un suave osito que llevaba una camiseta verde con la inscripción “Forever Friends” y Catalina le dio a Lucía, un enorme -¡cómo no!- koala gris también de peluche, con unos enormes ojos saltones.

-         Se llama Giorgio –dijo Catalina entre risas-. Giorgio había sido un “ligue” de Lucía en un viaje de fin de curso que hicieron a Italia, cuando aún estaban en el instituto. –Trátale bien-. Ahora reían las dos.

Esa fue la última vez que estuvieron juntas. La vida nos lleva de la mano y no tenemos más remedio que seguirla. Con un nuevo trabajo, un nuevo país, y pronto una familia, Lucía fue construyendo su futuro al igual que Catalina siguió construyendo el suyo. Estaba el teléfono sí, pero no era lo mismo y las llamadas y los mensajes cada vez eran más espaciados.

Pero no dejamos atrás tan fácilmente nuestra niñez, siempre hay un momento para el recuerdo, la sonrisa y el suspiro.

Catalina hizo una lámpara infantil con el osito “Forever Friends” para la habitación de su hija Nora. Se le ocurrió la idea viendo una revista de decoración e inmediatamente se puso a ello. Se trataba de colgar a la típica lámpara globo una cestita para simular un globo. El osito estaba en la cesta, disfrutando del inesperado viaje. Cuando le envió la foto a Lucía, ésta estaba en una cena con los compañeros de trabajo de su marido y no pudo evitar enseñársela a todos, que aplaudieron la idea entusiasmados. Como resultado, la mitad de los colegas de su marido, tenían en las habitaciones de sus hijos una lámpara similar. Catalina al parecer había creado tendencia en el extranjero. ¡Australia, nada menos!

Lucía por su parte, que no carecía de sentido del humor, vistió a Giorgio de Cocodrilo Dundee, y colocó al muñeco en el lugar más visible de la entrada. A las visitas les encantaba y Catalina reía cuando Lucía se lo contaba.

-         Este año seguro que sacamos un hueco y quedamos para vernos, Cata –decía Lucía al teléfono.


-          Claro, cogemos unos días de vacaciones y nos vamos por ahí “sólo chicas” –contestaba Catalina.








domingo, 20 de diciembre de 2015

Relato: Corazón de guata (II) - "La jirafa Genoveva"

¡Ah! El amor …

Se conocieron en el trabajo. Ella acababa de terminar la carrera, cinco años de hincar codos y mal dormir para superar con nota todas las asignaturas de Derecho Económico. Primera de su promoción, aunque eso no impidió que anduviese unos meses deambulando por ahí, sin encontrar nada ajustado a su capacidad y a su talento. Pero finalmente la oportunidad llegó y la llamada tuvo lugar: uno de los bufetes más prestigiosos de la ciudad la reclamaba.

Por su parte, él ya llevaba unos años peleando con clientes y jefes, sin demasiado convicción, eso sí, porque lo suyo nunca había sido vocacional, sino más bien fruto de la herencia y el destino. Nieto e hijo de abogados, la cosa estaba clara. Podría haberse rebelado, desde luego, pero no se dio el caso, y no por falta de iniciativa sino de ganas, era demasiado perezoso para emprender una lucha que no estaba seguro que le fuera a reportar algo mejor de lo que tenía. Simplemente no se lo planteaba.

Al principio no se gustaron, eran demasiado diferentes y no parecían coincidir en nada. No importaba, ya que las relaciones profesionales pueden ser así, sin obligaciones personales. Pero tras varios meses coincidiendo a la hora de la comida, las conversaciones habían ido adquiriendo cada vez tonos más profundos, demostrando que más allá de las apariencias, había un poso común que no les importaba compartir.

Cuando alguien no te cae del todo bien, uno se siente liberado de la presión de gustar en reciprocidad y como consecuencia, se produce algo muy curioso, aflora nuestro verdadero yo, sin fingimientos (¿para qué?) ni pretensiones. Así se dio la paradoja de que fueron entablando una relación estrecha sin dobles lecturas y más basada en la sinceridad que la que mantenían cada uno de los dos con sus respectivos amigos.
El trato continuado también hace que lo que al principio parecía disgustarnos, ya no lo hace tanto, y lo que no nos parecía atractivo, a fuerza de costumbre, se vuelve agradablemente cotidiano.

Finalmente quedaron un día fuera del despacho. ¿Fue idea de él o de ella? Ninguno lo recordaba. Una tarde soleada de primavera, con ese olor en el aire que evoca el renacimiento que está a punto de suceder. Pasearon juntos por la ciudad, enseñándose mutuamente sus sitios favoritos, tomaron café él y refresco ella en una terraza, aún a medio preparar , sorprendida quizás por la inminente llegada del buen tiempo y hablaron de todo lo que en una oficina no da pie a hablar, no por nada, sino porque parece que no pega: la infancia, la familia, los sueños, las esperanzas, los miedos… y ahí terminaron de confirmar que después de todo no eran tan diferentes.

Los fines de semana dejaron de ser para la familia y los amigos, ya sólo contaban las horas pasadas juntos, momentos esperados, anhelados, horas, minutos que volaban sin darse cuenta y sin haber hecho nada en especial.  Sin percatarse siquiera, llegó ese momento en que cada uno reconocía en el otro a ese ser tan familiar que llenaba cada momento del presente, y sin cuya presencia ya no se recordaba el pasado ni se imaginaba el futuro.

Un día de noviembre, ¡medio año ya! bajo la lluvia, paseaban cogidos de la mano, como adolescentes, deteniéndose en cada escaparate para compartir besos y caricias, para comentar tonterías y reírse de naderías. Tras el cristal de una tienda ella vio a Genoveva. Aún no se llamaba así, claro, no se llamaba de ninguna manera, era un peluche solitario y anónimo, sin personalidad porque no tenía dueño.  Sólo era una jirafa sentada sobre sus cuatro patas.

-          ¡Mira qué graciosa la jirafa! – exclamó ella divertida  y siguieron caminando.

Al día siguiente, la jirafa Genoveva estaba en su escritorio con un lazo y una nota. El amor es lo que tiene, provoca esa necesidad urgente de  hacer feliz al otro, para ser feliz uno mismo.

La llamó Genoveva porque coincidió que en ese momento estaba leyendo la  historia de Genoveva de Brabante y estaba fascinada y aterrada al mismo tiempo por el destino de esa mujer y su hijo.  Tal vez era un nombre demasiado cargado de tragedia para una inocente jirafa sonriente, pero nadie elige su nombre al fin y al cabo.


Genoveva reposó sus largas patas en el cuarto de ella unas pocas semanas, luego lo hizo en el cuarto compartido cuando la pareja decidió que el tiempo que pasaban juntos no era suficiente y tenían que vivir juntos en un hogar nuevo, y mucho, mucho más tarde, pasó a reposar en el cuarto de su hija. Allí sigue, velando el sueño de mi sobrina Nora.






Castañas asadas

Puede que no estén tan buenas hechas en el horno de casa como asadas a la brasa pero vistos los precios que tienen los puestos de castañas que pululan por la ciudad en estas fechas, es una opción más que recomendable (¡2 euros por 12 castañas!!!! todo un robo).

Si podéis, os recomiendo asarlas en el monte, éso sí que es una maravilla, no sólo por las castañas, sino por la excusa de reunirse y pasar un buen rato. 

A mí me encantan las castañas de todas las formas posibles, incluso crudas, pero asadas es mi manera favorita.

En muchas zonas rurales de España y sobre todo en Galicia se celebra por octubre o noviembre el "magosto", que consiste en hacer una hoguera al aire libre y en las brasas que quedan asar las castañas en un recipiente que puede ser tipo sartén o en esos de forma cilíndrica con agujeros. En algunas zonas, como en mi pueblo, se hacía colocando las castañas directamente sobre las brasas. Lamentablemente al igual que otras costumbres, ésta del magosto se está perdiendo y es una pena, ya que su origen se remonta a muy antiguo, cuando la castaña era una base de la alimentación anterior a la reina actual que es la patata.

El magosto era en realidad una celebración de la recogida del fruto, una forma de agradecimiento que incorporaba también juegos o baile y conversación alrededor de la lumbre. 

Si no tenemos ocasión de ir al monte en estas fechas, podemos preparar un sucedáneo de magosto en casa, con amigos. 

Tanto si vamos a utilizar la bandeja del horno como una sartén vieja, no olvidéis hacerles un pequeño corte a las castañas para evitar que exploten al calentarse. Las extendemos de modo que no se superpongan unas a otras y de vez en cuando las revolvemos un poco para que se asen uniformemente por todos los lados.

Tras 20-25 minutos, ya tenemos nuestras castañitas calentitas, listas para pelar y comer.

Uno de los alicientes del magosto, según mi madre, era la espera mientras se contaban las anécdotas del día, pero también el acabar con las manos tiznadas de carbón al pelar las castañas y por supuesto, las risas por el susto de alguna castaña que siempre acababa explotando en el fuego.

Se pueden comer frías pero se pelan mejor en caliente y también están más ricas. 

¡A la rica castaña!























viernes, 18 de diciembre de 2015

Relato: Corazón de guata (I) - "La ardilla Marie"

La ardilla Marie llegó a mi vida unas navidades, las primeras que pasé lejos de mis padres y mi hermana. Yo tenía diecisiete años, benditos diecisiete, cuando mi única preocupación era tratar de disimular una,  creía yo, enfermiza timidez. Cuando íbamos al pueblo de mis padres en verano, solía coincidir con mi prima Elisa que también iba con sus padres a pasar unos días.  Nos encantaba estar juntas, era mi prima favorita y juntas no parábamos de meternos en líos, generalmente iniciados por Elisa, siempre mucho más lanzada que yo y más espabilada también a la hora de justificar con excusas nuestras travesuras. Elisa hablaba por los codos y con lo callada que era yo, éramos la pareja perfecta para el desastre.

Mi prima vivía por entonces  en Francia con sus padres y su hermano pequeño, un mocoso que siempre andaba detrás de nosotras y al que teníamos que despistar junto también a mi hermana pequeña, para que nos dejaran en paz.  Nos creíamos demasiado mayores para ir con los “pequeños”.  

En esa época para mí Francia y París eran palabras sinónimas y me sonaba todo a deleite y sofisticación, a una  idea sacada de alguna película, tan romántica como poco real, a señoritas con coleta y a caballeros con gorrito. Por supuesto, desde la ventana de todo parisino se veía la torre Eifflel, no podía ser de otro modo. Me daba mucha envidia mi prima, quería cambiarme por ella, qué estupendo vivir en Francia y hablar francés y no en nuestro “aburrido” Madrid. Año tras año les daba la tabarra a mis padres para que fuéramos a visitar al tío Andrés, sobre todo a mi madre, porque el tío era hermano suyo y siempre intentaba camelármela con ese pretexto pero nunca funcionaba, siempre había alguna excusa. Un año sin embargo, supongo que hartos de escucharme, por fin lo arreglaron todo para una visita aunque era yo la única que iba a ir.  ¡Mi primer viaje sola! No me importaron ni las interminables horas de autobús, ni el frío ni la lluvia ni el idioma, todo era soportable con tal de llegar al destino reluciente de colores que imaginaba en mi cabeza.

Resulta que mis tíos vivían en un pueblecito a una hora de París, del que ya ni recuerdo el nombre, en un barrio eminentemente obrero al que se habían trasladado en los años setenta, como tantos otros gallegos en busca de un futuro mejor. Iba a ser una solución temporal, mientras ahorraban lo suficiente para empezar su vida en común, pero habían pasado casi treinta años y cada vez se hablaba menos en voz alta del regreso, aunque la idea estaba ahí siempre,  flotando invisible.

En aquel villorrio francés no había nada interesante que ver ni que hacer.  Una calle principal lo recorría de punta a punta y allí se situaban en perfecta fila el ayuntamiento, el colegio, el instituto y un cine con cafetería. Alrededor se desplegaban unas callejuelas intrincadas que no seguían ningún trazado urbanístico lógico y que estaban repletas de pequeño comercios que cerraban por la tarde casi a la hora en la que en España se abría. Por lo menos yo fui en Navidad, cuando unos altavoces estratégicamente situados, inundaban el ambiente con villancicos, supliendo al menos la carencia de personas en la calle con algo de ambiente navideño, que si no, aquello hubiera parecido OK Corral antes del duelo.  Y panaderías, muchas panaderías, tantas como bares en España. Yo nunca había visto tantas y me costaba creer que hubiera clientela para todas. Supongo que algunas sobrevivían o malvivían gracias a algún tipo de inercia, porque yo nunca vi a nadie dentro.

Estaba tan ilusionada porque iba a ir a FRANCIA, así en mayúsculas, con la esperanza de ver maravillas, de pasear por París, de oír y practicar francés, de conocer gente interesante y comer delicias con nombres impronunciables. Y sobre todo quería contar a la vuelta a todas mis amigas de entonces cada detalle fantástico del viaje. Siempre era yo la que escuchaba sus historias, por fin había llegado mi momento.

Pero las navidades cosmopolitas que esperaba resultaron ser unas vacaciones corrientes y molientes en un pueblo que podía haber sido el de siempre, el de mis padres, dónde aún vivía mi abuela y al que íbamos invariablemente cada año en verano y dónde Elisa y yo nos lo pasábamos mil veces mejor que nos lo pasamos aquel año.  Ni rastro de París, que estaba demasiado lejos y mis tíos demasiado ocupados para llevarme.  El mayor enclave turístico del pueblo era el río que rodeaba el pueblo y que transportaba los vertidos de todas las fábricas de las afueras. La gastronomía que pensaba descubrir no existía en una casa de inmigrantes dónde mi tía cocinaba los mismos platos gallegos que mi madre, y en cuanto al idioma, mis tíos, mi prima y mi primo hablaban una perfecta mezcla de español –gallego dentro de las paredes de su hogar. Fuera de ese hogar, yo sólo me relacioné una tarde con los compañeros de cllase de mi prima, la mayoría también hijos de emigrantes,  con quiénes acudimos a una fiesta a la que tuvimos que ir en tren cruzando páramos desiertos, en la casa de un conocido de todos ellos, dónde comimos bombones y bebimos refrescos mientras escuchábamos música de grupos españoles, que por muy  increíble y frustrante que pareciera, resulta que se habían puesto de moda en Francia por esas fechas.  Mi conversación más larga fue con el anfitrión que intentaba explicarme las costumbres navideñas locales pero los dos acabamos pasándonos al inglés sino por pereza, tal vez por aburrimiento.

Para mis tíos, que habían crecido los dos al aire libre, en plena huerta, vivir en un pisito minúsculo suponía una especie de penitencia de la que esperaban salir algún día, con fuerzas renovadas. Pero tal vez porque cada vez veían más lejos el momento, mi tío había empezado a suplir la carencia de la tierra con un huerto minúsculo a las afueras,  arrendado al ayuntamiento y dónde se pasaba las horas muertas entre unos escasos calabacines, tomates y lechugas, que apenas llegaban para las ensaladas de la familia. Mi tía trabajaba limpiando casas que no eran suyas y volvía cerca de la noche, acalorada y despeinada, malhumorada y cansada  y se ponía a improvisar la cena y a quejarse de lo poco que mi tío ayudaba en casa. “Este hombre es un caso. Cuando era joven, no se acercaba a una azada y mírale ahora. Si hubiera mostrado el mismo interés por la tierra hace años, otro gallo nos habría cantado.” – esa era la letanía de mi tía todas y cada una de las noches que pasé con ellos.

Aquel invierno hizo un frío de mil demonios y mi prima y yo apenas podíamos salir a dar breves paseos que nos congelaban las manos  y los pies en medio de calles desiertas y que nos hacían desear no haber salido de casa. A insistencia mía, un día fuimos al cine, a ver una película cuya fecha de estreno ya había quedado en el olvido, pero cualquier cosa me parecía mejor que tomar otro chocolate en una cafetería vacía. Me quedé dormida durante la proyección.

El día antes de mi partida, mi tía me llevó en un rápido tour por los pocos comercios del pueblo y compró todos los regalos para mi familia que yo debía cargar en mi minúscula maleta: para mi madre, -que no ha bebido té nunca, si acaso alguna vez por descuido-, una tetera,  una pipa para mi padre no fumador, para mi hermana un papá Nöel a pilas que movía el brazo haciendo sonar una campanilla y por último, para mí, un plato y una taza de desayuno con una imagen de la torre Eiffel y una inscripción que ponía “Recuerdo de París”, artísticamente embalado dentro de una cestita junto a un peluche  (¿sabéis esos regalos dónde el embalaje es mejor que lo que hay dentro?).  Y con esos “souvenirs”, las pocas fotos que hice y toda mi ropa sucia, volví a casa, dando por finalizado mi primer viaje de adulta al extranjero y pensando en las pocas ganas que tenía de volver al instituto y encontrarme con mis amigas.

No sé qué fue de la taza, el plato creo que estuvo sosteniendo una maceta en casa de mi madre  muchos años, (¿qué sentido tiene guardar un ” recuerdo de París”, cuando ni siquiera se ha estado allí?), pero el peluche, una simpática ardillita a la que bauticé con el nombre de Marie (cómo no),  aún me sonríe con sus manos juntas debajo del mentón, como si rezara, sosteniendo una nuez que no se termina nunca, recordándome cómo a veces nuestras ilusiones no son suficientes para sostener la realidad.






jueves, 17 de diciembre de 2015

Cuellos renovados


Seguro que tenéis alguno de esos cuellos de "quita y pon" que se llevaban no hace mucho en algunas chaquetas y abrigos. Las prendas que adornaban han pasado a mejor vida pero me daba pena deshacerme de los cuellos y les he dado una nueva oportunidad.

Este de la foto cubría las solapas de un abrigo de color camel.  Poniendo un corchete y un broche de adorno, hemos conseguido un accesorio totalmente nuevo y de tendencia.
























Este otro era de una chaqueta negra de Zara. Al ser más largo, mejor optar por poner una tira interior por la que se pasa la otra punta y así cruzan a modo de fular o bufanda. 

Como en el caso anterior, un broche de pinza para poner por encima le da el toque que falta.



































martes, 15 de diciembre de 2015

Entrante de tomate con aguacate, queso de cabra y pimiento







El entrante fácil de la semana lleva de abajo arriba: una rodaja de tomate, un par de láminas de aguacate, jamón picadito, queso de cabra y unas tiras de pimiento verde fritas. 

Un poquito de aceite de oliva y crema de vinagre de módena por encima y está listo para comer.











lunes, 14 de diciembre de 2015

"Las nueve vidas de Jeremy", Thierry Cohen

Las nueve vidas de JeremyLas nueve vidas de Jeremy by Thierry Cohen
My rating: 4 of 5 stars

Lectura rápida, de un día, y a pesar del exceso de trasfondo religioso, una bonita historia sobre la vida, el amor y la inevitabilidad de las consecuencias de nuestros actos.

Nuestras decisiones abren diferentes caminos, afectan nuestro devenir pero también el de las personas que de algún modo se han vinculado o se vincularían a nosotros.

Dice una reseña en la portada del libro que el autor dedicó el libro a un amigo que se suicidó y que tal vez de haber tenido la suerte de leerlo no lo hubiera hecho. Yo no lo afirmaría con tanta contundencia. Si bien la historia me ha atrapado por su belleza y la magia de su mensaje de esperanza, repito que para mí, el centrarse tanto en la vertiente religiosa, su análisis me parece algo sesgado limitándose a una cara de la moneda y sin sumergirse en las complejidades del comportamiento humano. El alma y no la mente es lo que prima en la novela.

No obstante, la lectura de este libro deja huella y su esencia permanece flotando un buen rato tras el paso de la última página.



https://www.micaminoblanco.blogspot.c...





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domingo, 13 de diciembre de 2015

Adornos para el árbol con fotos








Si queréis unos adornos del árbol de Navidad auténticamente personalizados, ésta es una idea genial y barata.

Sólo tenéis que haceros con unos posavasos de papel y unas fotos. Estos posavasos dorados son ideales, los he conseguido en un bazar chino, a 1 euro cada paquete de 15. Los hay de muchos colores, plateados, verdes, rojos..., y los tradicionales blancos. Todos ellos quedan bien. Dependerá de la decoración navideña que tengamos. A mí me pegaban mejor los dorados.

Para hacer un adorno necesitáis dos posavasos. A uno de ellos le recortáis el interior formando un pequeño marquito, ponéis la foto por detrás y tapáis la trasera con otro posavasos, revés con revés, de modo que quede dorado por los dos lados. Para unirlos pegáis los bordes con pegamento en barra.

Ya sólo tenéis que ponerle un hilo o ganchito para colgarlos.





















sábado, 12 de diciembre de 2015

Mi calendario de adviento








Un calendario de adviento es un símbolo de la estación de Adviento, celebrada en diciembre cerca de las Navidades. Es un calendario de "cuenta-atrás" desde el 1 de diciembre hasta el 24 de diciembre (Nochebuena). Suele elaborarse para los niños y tiene forma de "conteo" para saber cuánto falta antes de Navidad.

En los años veinte se imprimió el primer calendario con tabletas de chocolate para endulzar la espera. Hoy día hay calendarios con bombones, caramelos, juguetes, bolsitas de té, libritos, etc., y los más creativos prefieren hacerlos ellos mismos.

Este es mi propio y artesanal calendario de adviento. Es tan original que llega hasta el día 26, y no hasta Navidad como es habitual, je je.

He pegado unos pastilleros de plástico a la tapa de una cajita de madera, he numerado cada casillero con unas pegatinas en forma de números y los he rellenado con "pildoritas" de chocolate. Lo malo es que me da pena comerlas.¡!

¿Qué ventaja tiene haberlo hecho sobre la tapa (deslizable) de una caja? ¡Que al abrirla aún hay más!!









Tengo pendiente pintar la caja pero tenía ganas de enseñarlo y no he podido esperar.