Capítulo 1. LA PRIMERA ENTREVISTA
Lunes por la mañana. Como todas las mañanas desde hace meses, estoy
desayunando té y una tostada en el bar
que hay debajo de mi casa mientras leo el periódico. Podría desayunar en casa
pero últimamente se me cae encima. Son muchos meses sin nada que hacer ni nadie
con quién hablar. Al menos allí, con el ruido de fondo de las conversaciones de
los clientes y de la tele que tienen permanentemente encendida, no tengo porqué
pensar.
Estoy cansada y me duele la
cabeza. Ha llovido los últimos diez días pero hoy hace un calor pegajoso, nada
típico para los últimos días de noviembre en los que estamos, con un viento sur que me está taladrando las
sienes y me seca los ojos hasta el punto de que me escuecen.
Llevo semanas oyendo a la gente quejarse de que hacía demasiado frío. Supongo que son los mismos que hoy se estarán
quejando de que hace demasiado calor. Yo no tengo ese problema, odio el sol,
siempre, y el calor, siempre, punto.
Hoy hace un año desde que me
quedé sin trabajo en esta ciudad a la que vine pensando en construir mi futuro y dónde sólo he encontrado soledad
y ataques de pánico. Son tantas las veces que me he levantado y tantas las
caídas, que el agotamiento ha hecho mella en mí. Me siento como una hoja
flotando a merced de la corriente, sin rumbo, deseando encontrar el lecho de
algún río para tumbarme y descansar. He optado por la inacción para huir
del fracaso, pero aún así, no he perdido
del todo el instinto de supervivencia. A pesar de mis ganas de no levantarme de
la cama, sigo saliendo todos los días a la vida y aunque pequeños, sigo dando
pasos, a veces hacia atrás, pero por los que doy hacia delante, esforzándome un
poquito, es por lo que sigo respirando, aunque nadie me oiga. No tengo nada que
perder.
Echo un vistazo a mi alrededor,
aunque no hay gran cosa que ver, y trato de decidir lo que voy a tardar en
volver a casa (pasito atrás).
Mi móvil suena dentro del bolso. Es una
entrevista de trabajo. No me suena el nombre de la empresa, será de algún anuncio de ésos que sólo ponía
el apartado de correos. Llevo el traje
más gris y anodino de mi armario, siguiendo el consejo de mi tutor en el curso
de búsqueda de empleo al que en un momento de paso adelante, me apunté la
semana pasada, pero me he permitido un toque de rebeldía acompañándolo con mi
camisa roja, ésa que ahora noto mojada en la espalda debido al sudor, por lo
que no puedo quitarme la chaqueta.
Apunto la dirección en una
servilleta. No tengo ganas de acudir pero le prometí ayer a mi psicóloga que
intentaría hacer al menos una cosa que no me apetezca al día. “Si no quieres
verlo como una ayuda, puedes tomártelo como una penitencia”, fue lo que me dijo al despedirme en la puerta,
supongo que tan cansada como yo de que su trabajo no experimente muchos
progresos.
Tengo que estar allí a las tres
de la tarde, así que tengo tiempo de sobra para, en un ataque de paso atrás, meterme
en casa y cambiar de opinión una y otra vez sobre la idea de acudir o no.
Finalmente gana el sí. La empresa
resulta ser una pequeña Consultoría de Marketing situada en la entreplanta de
un edificio de viviendas en una zona de la ciudad que no suelo frecuentar. No
hace mucho ese barrio era un paraíso para putas y camellos, pero ahora es sólo
una colección de casas antiguas y medio deshabitados. Creo recordar que existe un
plan urbanístico del Ayuntamiento que pretende recuperar la zona y
transformarla en un lugar urbanita y actual, plagado de edificios modernos,
comercios y bares y aprovechando la orilla del río, espacios abiertos dónde se
pueda ir a pasear con los niños o con el perro. Eso es la teoría. En la
práctica, la falta de presupuesto ha reducido el plan a unas cuantas obras que
sólo consiguen entorpecer el tráfico. La obra más grande está justo enfrente
del portal al que tengo que ir, se trata de un proyecto de parque que de
momento sólo es un gran socavón en el suelo y toneladas de tierra y polvo por
todas partes.
He ido en autobús. Me gusta llegar pronto para
recorrer un poco la zona pero en las calles por las que paso no encuentro nada
con lo que entretenerme. Me da la sensación de haber aterrizado en una zona de
minas, con andamios que entorpecen continuamente el paso. Ni una triste tienda.
Veo en la misma calle un bar, aunque la denominación le queda un poco grande y me
lo pienso mejor antes de entrar, cuando ya tengo un pie en la puerta. Me largo haciéndome
la distraída, no sea que el camarero bizco que acecha en la penumbra piense que
ha conseguido un cliente.
Decido esperar en el portal, me parece más seguro. Después de un rato entra un chico joven que por el anodino traje gris que lleva, deduzco que viene a lo mismo que yo. Decido subir con él las escaleras y dejarle que me de un poco de conversación hasta que descubro, qué pena, que el traje no es lo único anodino de su persona. Subimos a la entreplanta, que más bien es un rellano de escalera, con un sofá más viejo que antiguo, de color indefinido y ocupado por varias personas con cara de aburrimiento y unas plantas de plástico llenas de polvo haciendo sombra en un rincón.
Hay una puerta a la derecha, de la que cuelga un post-it descolorido en el
que se lee la palabra “Baño” escrita con letra infantil, y otra puerta más ancha a la izquierda que
permanece cerrada y que supongo que es la entrada a la oficina.
De repente la puerta grande se
abre y aparece un tipo enorme de unos
cincuenta y muchos, con gafas de pasta marrón y tan estirado que pienso que
tiene lastimada la espalda. La corbata
que lleva, directamente me daña las
córneas. Es una mezcla estridente de todos los colores existentes en el universo
conocido. No puedo dejar de mirarla.
Como soy lo primero que se
encuentra delante, me señala con el dedo índice
y me ordena pasar. Le señalo que en realidad acabo de llegar y que los
demás llevan más tiempo que yo esperando pero la mirada que me lanza me hace
temer la ira del averno, así que cierro la boca y cruzo la puerta con él a mi
espalda. Una vez dentro, me da las gracias y me informa de que son las tres
menos dos minutos. No sé si espera algún tipo de respuesta, por si acaso me
callo.
Entramos a una estancia no más
grande que el doble del salón de mi casa y perfectamente cuadrada. El centro
está totalmente vacío de muebles, todas las mesas están colocadas pegadas a las
cuatro pareces, y el techo es bajo, así que me da la sensación de que estamos dentro
de un cubo. A la derecha de la puerta hay un escritorio ocupado por una mujer
que no levanta la vista de su ordenador. Enfrente de la puerta, en el otro extremo de
la habitación hay un gran ventanal con unas vistas excepcionales a las obras
del parque, probablemente lo mejor del Cubo. Al lado del ventanal, una mesa
redonda con cuatro sillas y un escritorio algo más grande que los demás, supongo que la mesa de Corbata
Hiriente. Los otros tres escritorios se
reparten por las dos paredes laterales pero de modo que sus ocupantes (un chico con bigote,
otro medio calvo y otro calvo entero) están mirando a la pared. El mobiliario
tiene más años que el sofá de fuera y las paredes están llenas de desconchones.
Una estantería tambaleante y con carcoma completan la halagüeña estampa.
Nos encaminamos hacia el ventanal
y nos acomodamos ante la mesa redonda.
–Buenos días…. mmmm, Lidia –lee
en el CV.
Pronuncia mi nombre como si tuviera un chicle
pegado al paladar. Se queda mirando el papel mientras murmura algo que no logro
escuchar con el ruido de las obras que se cuela por la ventana abierta. Una
gota de sudor le resbala por la nariz. La atrapa con la mano antes de que
caiga, levanta la vista y me mira.
–¿Qué signo zodiacal es usted?
Ni me inmuto porque en las
decenas de entrevistas que he hecho este año, ya me han preguntado de todo,
desde el nombre de mi mascota, qué me llevaría a la luna o en qué ciudad creo
yo que se venden más coches rojos, así que si Corbata Hiriente me pregunta mi
signo del horóscopo mientras me mira por encima de sus gafas, por mí vale. «Otro
entrevistador que quiere ser original» –pienso.
–Géminis –contesto.
Asiente y se quita las gafas.
–Bien, muy bien.
Se rasca alternativamente la
oreja izquierda y la derecha, limpia las gafas con la corbata, y mientras
vuelve a colocárselas resopla sonoramente.
–Hay cuatro signos que no pueden
entrar en mi empresa, y voy a explicarle a usted el porqué.
«Esto es nuevo», pienso, «no sólo
quiere ser original sino que me lo quiere razonar». Aguardo impaciente la
explicación.
–Uno es Escorpio – hace una pausa
dramática mirándome fijamente a los ojos- , porque es un destructor, siempre
está destruyendo para empezar de cero, no le importa el pasado.
Me clavo las uñas en la palma de
la mano.
–Virgo, porque es peor que Géminis
–sonríe–, que tiene un lado cachondo y otro formal. El
tercero es Acuario, porque es el signo de mi ex–mujer, y el cuarto –nueva pausa
dramática–, Leo, porque es el mío.
Tomo aire, relajo las manos y asiento
mientras maldigo a los astros por no ser Escorpio por ejemplo. Espero acabar
rápido y marcharme a casa, ya estoy pensando en la siesta de la tarde. Además, tengo
muchas cosas que hacer: ordenar los armarios, lavarme el pelo, limpiar el baño…
Ahora mismo cualquier cosa se me antoja más apetecible que estar aquí sentada.
Por fin termina de leer mi CV y
me pide que le hable en inglés.
–¿Sobre qué? –pregunto.
Levanta las cejas (otro punto
negativo en mi haber, o eso parece) y me dice que sobre lo que yo quiera.
Vale, empiezo por lo básico:
presentación personal y aficiones, pero me interrumpe en mitad de una frase y
me pide que haga lo mismo en alemán. Así lo hago.
Me doy cuenta enseguida de que él no habla ni inglés ni alemán. Bastante impresionado, me pide que salga y que
espere para la segunda pruebas. Supongo que eso significa que he pasado la
primera, y no estoy muy segura de que sea una buena noticia.
La siguiente chica está dentro
más de quince minutos así que pierdo las
esperanzas; mi mini entrevista de dos minutos
no puede estar a la altura. Cuando sale, ella hace amago de sentarse de nuevo
en el sofá para esperar a la amiga con la que ha venido y que es la siguiente
en entrar, pero Corbata Hiriente le pide que se marche. Prácticamente le escupe
mirándola por encima de las gafas.
–Esta es MI empresa, YO ya he acabado
MI entrevista con usted y YO decido quién se queda y quién se va. ¿Entendido?
Seguramente mucho más listas que yo
y que el resto de candidatos, las dos amigas deciden marcharse juntas sin
esperar a que la segunda haga la entrevista. El anodino canturrea a mi lado, agradecido
supongo por la reducción en la competencia.
Ahora empiezan a entrar los
hombres, parece que hay establecido un orden por sexos claramente definido, seguro
que denunciable como discriminatorio, por
alguien a quién que le importe, claro.
Según van saliendo, les entrega un dossier con información sobre la empresa para que lo lean.
¿Es mi imaginación o a los tíos
les sonríe cuando les señala con el dedo? A mí también me lo entrega pero cómo
si le diera asco mirarme.
Al acabar la lectura tenemos que
tocar el timbre. Quedamos tres hombres y
tres mujeres (discriminatorio e igualitario, hay que reconocérselo). Uno de los
chicos es el anodino. El y los otros dos después de tocar el timbre, entran medio
minuto y salen para irse sin mirar atrás ni despedirse.
Entran las dos chicas; voy a ser
la última, está claro. La primera sale a los cinco minutos. Corbata Hiriente la
despide desde la puerta diciéndole que la llamará para unas pruebas
informáticas. Con la segunda, sale al rellano y la acompaña hasta las
escaleras. Mientras le da la mano le pregunta si no le importaría trabajar
gratis tres meses, dos horas al día para “hacer rodaje”. Hago como que no he oído nada y sigo mirando
fijamente la pared. Me he quedado sola y no hay mucho más que hacer.
El chico del bigote de dentro ha salido a fumarse un cigarrillo
y se pone a mi lado.
–¿Qué, cómo lo llevas? –me
pregunta como si nos acabáramos de conocer
en una discoteca.
Sospechando que puede tratarse de una tercera,
(o cuarta) prueba me limito a sonreir y contestarle
alguna ambigüedad.
De repente, desde dentro se
escucha un trueno:
– ¡¡¡ Sr. Garay, le estoy
esperando dentro para trabajar!!!
Al sr. Garay se le contrae el
bigote (lo juro) y entra corriendo después de apagar el cigarrillo en el gotelé
de la pared. Así que me quedo sola de nuevo.
Después de un rato, Corbata Hiriente asoma por la puerta y me dice
que si al transcurrir diez minutos no ha salido a llamarme debo tocar al timbre.
Acto seguido vuelve a entrar en el Cubo.
Confieso que a estas alturas, ya solo estoy aquí por pura y masoquista
curiosidad, y que el trabajo no me interesa lo más mínimo. De hecho empiezo ya a pensar en cámaras
ocultas. Por si acaso, saco el libro que siempre llevo en el bolso y finjo
leer.
Por fin vuelve a abrirse la
puerta y Corbata Hiriente me invita a tomar un café fuera para continuar la
entrevista. Le acompaño pensando que
después de todo el camarero bizco va a tener suerte hoy, pero pasamos de largo del
bar y después de caminar unos cien metros y de doblar una esquina,
llegamos a una especie de cafetería para jubilados. Vacilo en la puerta por primera vez, ¿y si
estoy con un psicópata? Dado mi nivel de suerte de los últimos meses, es una
posibilidad digna de tener en cuenta, pero cuando le miro, realmente sólo veo a
un capullo engreído y decido ser más confiada. La verdad es que no me apetece
ir a casa.
Así que suspiro y entro. Cuando ya estoy sentándome, Corbata Hiriente me detiene
y me obliga a ocupar una silla diferente. Pide un café cortado y yo un té. Decido relajarme
y ver en qué termina este día tan raro.
Mientras la camarera,
curiosamente bizca también (¿ella y el colega del bar cutre serán parientes?)
nos coloca delante el café y el té en unas tazas sospechosamente poco limpias, Corbata
Hiriente me reprocha haber sido una grosera con mi comentario de antes. Tengo que hacer un
esfuerzo para saber a qué se refiere, hasta que caigo en la cuenta que está
hablando de cuándo le he dicho que yo había llegado la última y había gente
antes que yo.
Parece ser que he cometido el craso
error de abrir la boca cuando en una entrevista hay que cerrarla. Además, debo
recordar siempre que él es el empresario y el empresario es Dios. A partir de
ahí, empiezo a desconectar un poco. Me resulta difícil seguirle, salta de un
tema a otro sin relación aparente entre sí, y utilizando un lenguaje tan
ampuloso y artificial que a veces no le entiendo. Vuelvo a enganchar cuando me
dice que no tengo ni idea de Marketing («¿el puesto no era para secretaria?» ). Coge una servilleta y me dibuja una especie
de gráfico para explicarme torpemente algún concepto que no logro deducir.
Según él, no puedo ir a casa sin saber una cosa más.
—Le confieso que me extraña esta
forma de entrevista tan atípica en una cafetería –le digo mientras revuelvo mi
té.
–A mí me parece de lo más normal
–me responde secamente–. Primero, yo bebo mucho café y segundo…
De lo segundo no llego a
enterarme, porque en ese momento se acerca la camarera con la cuenta y ya
después, él comienza a divagar y a saltar de un tema a otro de nuevo. Ambos
perdemos el hilo.
Durante media hora, se enreda en
complicadas disertaciones sobre el tejido empresarial, la falta de educación de
la juventud actual y el precio de los calabacines, impresionante. El dolor de
cabeza que ya traía me está matando ahora mismo, acuciado por el hambre. Me
importa entre cero y nada lo que este tipo me está contando, sólo quiero tomar
un poco de azúcar y marcharme. Pero me viene a la mente la imagen de mí misma
tumbada en el sofá ante la tele, y me da tanta pereza que me quedo.
He desconectado tanto que tardo
en darme cuenta de que Corbata Hiriente ha hecho una pausa y me está mirando.
–Es usted muy bonita.
«Mierda, psicópata al fin y al
cabo». Miro alrededor para ver con qué
parroquianos cuento en caso de necesitar ayuda.
La ancianita que hace punto en el rincón no me da mucha confianza, pero
esas agujas de calcetar tienen posibilidades. Ni rastro de la camarera bizca.
Lo peor es que me encuentro
dándole las gracias por el cumplido.
–Tiene usted mucho potencial –
asegura– y por eso me tomo tantas molestias.
No pienso darle el trabajo. La verdad es que me resulta extraño que una persona
como usted no tenga ya uno.
Se interrumpe para beber su café
y yo le miro cansada, me ha resultado una explicación algo confusa y no sé qué
decir.
–Bueno, a lo mejor la llamo –
posa la taza con fuerza en la mesa–, sí, la voy a llamar. ¡Al carajo! ¡La voy a
llamar!
Me acompaña hasta la parada del
bus y se despide con un apretón de manos. Ya desde el bus veo cómo se aleja
caminando. A pesar del calor que hace, lleva un abrigo de paño que me hace
sudar a distancia. Tiene un pelo abundante y canoso, al que le haría falta un
buen corte, o al menos un buen peine.
«Vaya día», cierro los ojos y
apoyo la cabeza en el cristal.
(continuará)
No hay comentarios:
Publicar un comentario