Capítulo 3. PRIMER DÍA
Después de un fin de semana sin pisar la calle, quejándome de mi mala suerte y comiendo porquerías frente al televisor, mi estómago y mi ánimo van a la par en nivel de malestar. Aún así el lunes encuentro el modo de arrastrarme a la hora convenida hasta mi nuevo empleo.
Empleo. De algún modo tengo que
llamarlo, aunque de un poco de vergüenza contarle a nadie que voy a empezar a
trabajar en una empresa que a todas luces parece no tener permisos en regla,
sin contrato, apenas cuatro horas y por un dinero que no me llega ni para pagar
la luz que consume mi microondas y mi televisor, los únicos electrodomésticos
que utilizo desde hace unos meses. Seguramente es una suerte no tener a nadie a
quién contárselo.
Llego pronto y me da tiempo a tomar una manzanilla para
acompañar la aspirina de casi todos los días, en la cafetería de la Bizca. Doña Calceta sigue en el rincón como si
hubiera dormido ahí. De hecho tiene los ojos cerrados, la misma ropa y está
totalmente inmóvil. Si no fuera porque la bufanda ha crecido desde el otro día,
pensaría que está muerta desde entonces. Tras un rato, abre los ojos y me sorprende
mirándola. Desvío la mirada pero ya es tarde, me saluda y quiere entablar
conversación. Le pregunto educada por su bufanda. Supongo que a ella también le
han pillado de sorpresa las altas temperaturas que estamos teniendo para esta
época del año. Aunque seguro que no sufre de migrañas diarias como yo.
–Es la tercera bufanda que tejo
este mes –dice mientras se acerca a
enseñármela.
No le queda más remedio porque tiene
un montón de nietos. La verdad es que está quedando bonita y así se lo digo.
–Yo soy un desastre para estas
cosas –confieso.
Me mira con tanta pena como si le
hubiera contado que tengo una enfermedad terminal. Promete enseñarme si me paso
por ahí mañana. Le doy las gracias mientras pienso que al día siguiente tendré
que tomar la manzanilla en el local del Bizco.
Cuando llego al Cubo, sólo está
el Socio. Me hace entrega de otro cuaderno y me explica de modo prosaico en qué consiste el negocio: realizar planes de
marketing para empresas. Para eso, primero han de captar a las empresas
clientes, así que Medio Calvo y el propio Corbata Hiriente son los comerciales
mientras que Bigote, él y dos personas más que sólo van por la mañana y que no conozco, son los consultores. Perfume
Anestesiante y yo somos las encargadas del trabajo administrativo, ella por la
mañana y yo por la tarde.
La verdad es que no presto mucha
atención, porque espero haberme ido antes de que acabe la semana. He venido por no quedarme en
casa, así que en cuanto me canse, me voy.
El Socio debe de tener unos cuarenta años, es alto
y delgado y con pintas de seminarista. Hoy lleva una camisa pasada de moda de
manga corta que deja al descubierto la pelambrera oscura que cubre sus brazos.
Sus gafas de pasta se mantienen en precario equilibrio sobre una nariz aparentemente
siempre constipada. Imagino que es alergia. Lleva la cabeza afeitada para
disimular la calvicie, pero juega en su
contra, porque tiene una cabeza con forma de huevo y llena de bultos.
Mientras habla me fijo en
que tiene un cutis terrible, sin vida y
lleno de manchas, propio de un fumador compulsivo como me lleva poco tiempo
descubrir que es. De hecho creo que aquí fuman todos menos yo.
De joven tal vez fuera un tipo guapete o simplemente resultón pero lo
que queda ahora es una triste sombra, un vulgar vendedor de enciclopedias, que
olvidas a los cinco minutos de haberte cruzado con él.
Me entrega una hoja impresa con
una plantilla para que lleve el registro de mis errores. Sospecho que eso no es
de su cosecha, huele a Corbata Hiriente por todos lados. Tengo que llegar a
veinte errores, pero no me dice por qué.
Por cierto que aunque Corbata
Hiriente no está físicamente, consigue hacerse tan molesto como si lo
estuviera. Me llama a los cinco minutos
de mi hora de entrada, supongo que para comprobar que no me lo he pensado mejor
y realmente estoy en la oficina. Y sigue llamando a intervalos irregulares con
las excusas más nimias, excepto la última llamada que emplea para avisarme que
tenemos otro candidato a empleado que llegará en breve.
El susodicho llega diez minutos
después. Se trata de un recién licenciado, un jovencito imberbe. Llamo a Corbata Hiriente al móvil
para avisarle y me da instrucciones para
que le entregue al candidato el dossier de la empresa para leer y que se
entretenga.
Le doy a Imberbe un par de
carpetas que encuentro por ahí – soy incapaz de encontrar el dossier de marras –
y le siento en la mesa redonda a que contemple cómo van las obras. El pobre
ni pestañea durante las próximas dos horas.
Medio Calvo llega y sin saludar
siquiera se sienta en su escritorio. Después de hacer una llamada de teléfono
se levanta y sin dirigirse a nadie en
particular dice que va al baño. Tarda en regresar cuarenta y cinco minutos.
Para entonces ya he averiguado que la principal actividad del Socio durante la
jornada es jugar al solitario en su ordenador.
A lo largo de la tarde, Corbata
Hiriente sigue llamando, siempre para tonterías. Con cada llamada, voy notando
las copas que va sumando. Diez minutos antes de la hora de salida, nos pide a Imberbe
y a mí que vayamos a la cafetería del Hotel.
–¿Usted tiene libre hasta las ocho?
¿Y usted? –Lo primero que nos espeta al vernos, mientras nos mira
alternativamente a uno y a otro.
Según nos explica, es obligación
del buen empleado quedarse un par de horas con el jefe después del horario. Nuevamente
tiene la suerte de que no me apetece ir a casa. Imberbe no se qué triste razón
tiene, pero también se queda sin oposición.
Visiblemente borracho, Corbata
Hiriente también nos informa de la obligación de coger las tarjetas de visita
de los sitios que frecuenta el jefe. Imberbe sin rechistar le pide la tarjeta del
Hotel al camarero. También debemos preguntar los precios de las cosas que le
gustan al jefe. Eso no sé muy bien a qué viene.
Salimos del Hotel y vamos hacia
un bar cercano. Por el camino pasamos por una juguetería (¿pero dónde estaba yo
mirando el día de la entrevista? Este barrio está lleno de comercios y establecimientos de todo tipo) y Corbata
Hiriente nos hace detenernos.
–Tengo que hacer un regalo al
hijo de una amiga. ¿Qué demonios voy a
comprarle? – dice en tono compungido mientras hace un recorrido con la mano por
los peluches, muñecos y juegos de
mesa. –nos mira con cara compungida– . ¿Qué
narices se yo de niños?
Imberbe está a punto de decir
algo pero él ya ha perdido el interés y
está cruzando la acera con sus grandes
zancadas. Le seguimos como polluelos hasta el siguiente bar, una especie de
Piano Bar oscuro con grandes
cortinones morados en las paredes y cero clientes. La mujer detrás de la barra
parece una Madame. Tal vez lo sea, la verdad es que el sitio parece un
puticlub. De hecho, sospechando que
pueda ser un lugar de alterne, Imberbe se pone visiblemente nervioso y empieza
a tartamudear.
Corbata Hiriente nos guía hasta
un rincón dónde hay unos mullidos sofás y unas coquetas mesitas bajas. Después
de indicarnos dónde debemos sentarnos cada uno, y una vez que hemos pedido
nuestras bebidas, empieza a explicarnos con detalle todo lo que no le gusta de
nosotros y amenaza con despedirnos al día siguiente. Parece haber olvidado que
a Imberbe ni siquiera le ha contratado. Bueno, técnicamente a mí tampoco.
Imberbe ha estado a refrescos de
cola toda la tarde y yo me he pasado a los zumos, porque mis riñones no pueden
procesar más té. Corbata Hiriente pide su cuarto o quinto Cutty Sark (y eso sólo desde que está con
nosotros, no se los que ya llevaba encima cuando lo hemos encontrado) y no le veo ninguna intención de parar.
La Madame se ha sentado al piano y empieza a
tocar una melodía pegadiza. Imberbe no sale de su estupor. Yo me aburro.
–Diez en actitud, cero en forma –está
diciendo ahora mi jefe–. ¡¡¡Y la comunicación
que sea natural!!! –grita de repente a pleno pulmón haciendo que demos un respingo
en el asiento. Incluso Madame se asusta y deja de tocar mientras mira en nuestra
dirección. Cuando se asegura de que no pasa nada, reanuda la tonadilla.
–Señorita Lidia, no sea Usted
apática – dice ahora en un tono más comedido–. Flor y látigo.
Este hombre habla juntando aleatoriamente palabras hasta
formar algo parecido a una frase, gramaticalmente correcta pero carente
absolutamente de sentido.
–Técnicamente me gustó su
comportamiento de la semana pasada –continúa–. Es usted mejor al teléfono de lo que esperaba.
Aún así iba a despedirla hoy a primera hora pero me lo he pensado mejor
–dice rápidamente.
Doy un sorbo a mi bebida. Me
tiene totalmente desconcertada.
–Se ha vuelto a pasar tres
pueblos con mi Socio.
No sé a qué se refiere pero no me
da tiempo a contestar.
–¿Tiene Usted la tarjeta que le di el viernes?
Se refiere a su tarjeta de
visita, la que me dio antes de que nos despidiéramos en la parada del bus. La
saco del bolso y se la enseño, parece que tengo un punto positivo por eso.
–¿Tiene el cuaderno en el cajón?
–Sí, –contesto–, los dos. Si quiere ir a verlos ahora…
– No hace falta, ¡por Dios! Me fío.
Me clava una mirada que quiere
decir lo contrario y me pide que me vaya, quiere quedarse a solas con Imberbe.
Me parece bien, después de todo, ésta es su entrevista de trabajo. Imberbe me mira con cara de perrito asustado
cuando me levanto para irme. Me dan ganas de acariciarle detrás de las orejas y
llevármelo, pero me limito a sonreírle y salgo al aire de la noche, ya algo más
fresco.
Mientras camino, voy pensando en
no volver mañana pero salvo que mi vida de un vuelco esta noche, ¿qué otra cosa
tengo que hacer? Tal vez por eso, antes de coger el bus, entro en la
tienda de juguetes y pregunto los
precios de todo lo que hay en el escaparate.
(continuará)
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