Capítulo 4. LA BENDICIÓN
El martes llego a la vez que
Imberbe, queda claro que pasó la prueba de selección. Me confiesa que
estuvieron hasta la una de la mañana en el local de Madame Piano y que le ha
pedido que vaya la jornada completa, no solo por la tarde.
Parece contento. Me gustaría
saber si él también va a trabajar sin contrato. Se lo pregunto, porque no se me
ocurre otra manera de averiguarlo y me dice que sí.
Entramos y nos sentamos sin nada
que hacer. Resulta un poco incómodo pero en unos minutos llegan nuestro jefe
disfuncional y su socio y aún se vuelve peor, hasta que ambos sacan los móviles
y se enfrascan en sendas conversaciones y dejan de hacernos caso.
Hoy la corbata de mi jefe vuelve
a salirse del rango de lo admisible socialmente. Mi psicóloga podría usarla
para esas sesiones de hipnosis a las que de vez en cuando me sigue invitando y a las que invariablemente siempre
me niego.
Un poco más tarde, entra Medio
Calvo con su cara avinagrada habitual. Tiene aspecto de cargar sobre sus hombros
una terrible carga que sólo él conoce. Hombros hundidos, mirada al suelo y piernas
arqueadas al andar. Es un triste. Un joven que parece viejo.
En cuanto Corbata Hiriente cuelga el teléfono,
me acerco y le entrego la lista de precios de la juguetería. Le pillo
totalmente desprevenido, sonríe y me guiña un ojo, casi parece una persona normal.
Me vuelvo a mi sitio pensando que soy peligrosamente propensa al síndrome de
Estocolmo.
Al rato Corbata Hiriente se
levanta y le pide a Imberbe que le acompañe a “hacer unas gestiones”. Acaban en El Hotel, desde dónde me llama para
dar la lata de vez en cuando.
–El Hotel es su segunda oficina
–dice Medio Calvo–. O la primera, porque
pasa más tiempo allí que aquí.
Ordena un grupo de folios y acto seguido se levanta y se va.
–Voy al baño –dice .
Ya no le vuelvo en ver en toda la
tarde. Bigote no está así que me quedo a solas con el Socio, a quién no se cómo
tratar. Nos quedamos un par de horas en silencio, yo pasando unos documentos al
ordenador y él jugando al Buscaminas.
A un cuarto de hora de la hora de
salida el jefe me llama para ir a un bar que no conozco. El Socio me explica
cómo llegar, bastante mal por cierto. Tengo
que preguntar un par de veces hasta dar con el sitio.
Cuando llego, le encuentro
sentado a una mesa con Bigote y Perfume Anestesiante, el uno mirándose las uñas
y la otra mordiéndoselas.
Se supone que Perfume
Anestesiante sólo está por las mañanas, así que su presencia no augura nada
bueno. Ahora que tengo ocasión de verla mejor, me doy cuenta que no es tan
mayor como me pareció el primer día. El pelo y la ropa pasada de moda me
engañaron. Tendrá a lo sumo unos pocos años más que yo, pero aspecto de haber
vivido muchos más. Tiene unos ojos grandes y tristones que me recuerdan a un
gato que tuve una vez. Más que sentada, ahora mismo parece hundida en la silla.
Bigote por el contrario tiene un
aspecto dinámico, como si acabara de levantarse. No para de sonreír y juguetear
con los dedos en la mesa. Tiene un aspecto saludable y no sí si lo del rugby es
cierto, pero en cualquier caso está en bastante buena forma. Camina con energía y la cabeza erguida, no arrastra
los pies como Medio Calvo ni agacha la cabeza como el Socio, y al contrario que
ellos, luce una envidiable cabellera castaña que reluce bajo los fluorescentes.
Corbata Hiriente me anuncia que
quiere celebrar mañana la inauguración oficial del Cubo y ha conseguido que un
párroco amigo suyo vaya a bendecir la oficina. Me invita a ir, quiere que
estemos todos. Será a las 8 de la mañana. Aunque no empiezo a trabajar hasta
las tres de la tarde, me oigo a mí misma aceptando.
Así descubro que la Consultoría
se ha constituido apenas hace un mes. Corbata Hiriente llegó a la ciudad después de
verano, según él para poner en marcha este “bonito proyecto”, según Bigote, que
me lo cuenta después, para huir de un divorcio que le ha dejado sin blanca.
Perfume Anestesiante no deja de
mirar disimuladamente su reloj cada cinco minutos. Bigote por el contrario,
está repantigado en su silla y parece de lo más cómodo. Da la sensación que lo que Corbata Hiriente
le diga le resbala, no se inmuta ni cuando le insulta, que es a menudo como
constato. Se limita a sonreírle y asentir. Al principio pienso que es parte de
su estrategia, pero al fin me doy cuenta de que en realidad no finge y empiezo
a envidiarle.
De vez en cuando también me mira
y me sonríe o hace muecas cuando Corbata Hiriente no está mirando. No puedo
evitar sonreír yo también. A las siete en punto se levanta y le recuerda al
jefe lo de su entrenamiento de Rugby. Corbata Hiriente le mira sin ver, tiene la
mente en otro sitio desde hace un rato. Yo aprovecho para poner también una
excusa y largarme antes de que reaccione. Perfume Anestesiante no ha sido tan
rápida y se queda cariacontecida mientras nos mira marcharnos a través del
cristal del local. Corbata Hiriente le
está pidiendo otra bebida y ella vuelve a la carga con sus uñas.
Bigote me lleva a casa en su
coche. Es un alivio prescindir del bus por una vez. Además, el trayecto resulta
más ameno, ya que Bigote no para de contarme chascarrillos del Cubo por el
camino. Tiene la habilidad de encontrarle el lado gracioso y divertido a todo.
Descubro que su despreocupación
viene respaldada por una familia acomodada y permisiva que está esperando a que
“el niño” deje de hacer el tonto por ahí y se decida a sentar la cabeza con un
trabajo de verdad. En otras circunstancias un tipo como él me habría caído mal pero
teniendo en cuenta dónde estamos, es todo un hallazgo y su compañía muy agradable.
–El jefe es un pobre hombre
Lidia, –dice en un arranque de seriedad al despedirnos – un borracho solitario
con ínfulas de gran hombre.
Y a continuación me sorprende con
una pregunta que demuestra la pobre impresión que le ha causado el vecindario
en el que vivo.
–¿Quieres que espere a que hayas
entrado en el portal?
Le digo que no hace falta y me
despido hasta mañana. No le culpo, los macarras de la esquina y las pintadas de
las paredes son bastante ilustrativas.
A la mañana siguiente estamos
todos como un clavo en la acera esperando al párroco: el Socio, Bigote, Medio
Calvo, Perfume Anestesiante, Imberbe y los otros dos “consultores” de la tarde.
Ya empezamos a pensar que el jefe nos ha dado plantón cuando le vemos aparecer
acompañado.
Yo esperaba una sotana y me encuentro con unos
vaqueros, botas moteras y un collarín bajo una barba de tres días y los ojos
más azules que he visto nunca. Subimos las escaleras mientras intento recordar el título de aquella serie. ¿Cómo era?.
Después de un discurso
interminable y típicamente inconexo por parte de nuestro jefe disfuncional procedemos.
Yo sigo dándole vueltas a lo de
la serie, no consigo acordarme y no estoy prestando atención cuando me piden
que vaya a por agua. El Socio tiene que darme un codazo. Corro rauda al baño
antes de que a Corbata Hiriente se le escurran las gafas de tanto fruncir el
ceño.
Confieso mi ignorancia en el tema
bendiciones; pensaba que el agua venía
de una fuente especial o algo así, y que la llevaría el cura en su
maletín, no que tenía que cogerla yo en
el grifo del baño en un botellín de plástico. Le llevo la botella mientras mi
mente sigue escarbando, parece que lo tengo en la punta de la lengua pero en el
último momento se me vuelve a escapar.
El cura cañón empieza a salpicar
agua sobre los muebles, (que me va a tocar limpiar luego). La situación me
recuerda a esas excursiones a selvas nada vírgenes, dónde un chamán falso de
una tribu más falsa todavía lleva a cabo rituales inventados delante de turistas bobos que hasta pagan por llevarse el
CD editado a toda prisa en un ordenador totalmente
fuera de lugar dentro de una falsa choza.
Corbata Hiriente tiene los ojos
cerrados y las manos juntas en actitud de plegaria, parece que esté invocando
al Espíritu de las Oficinas, o tal vez pensando en el Cutty Sark que se va a beber
cuando haya despachado a Ojos Azules.
Estamos en una especie de círculo
pero como no me atrevo a mirar a los lados, sólo veo a las personas que tengo
enfrente: aparte de Corbata Hiriente y del cura pivón, a Medio Calvo que está balanceándose adelante
y atrás mientras masca chicle con la boca abierta, al Socio que ha cruzado las
manos a la espalda y se está mirando los zapatos como si acabara de descubrir
que los lleva puestos y a Bigote que me está mirando descaradamente mientras
sonríe y acaba poniendo los ojos en blanco.
Terminado el ritual, Corbata
Hiriente le besa la mano al cura motero. No estoy muy al tanto de las
jerarquías eclesiásticas pero me da la sensación de que ahí se ha columpiado un
poco, después de todo no se trata de un obispo ni del papa, aunque Ojos Azules
no protesta. Yo me escabullo al rincón
temiendo que nos invite a todos a despedirnos de igual forma. Unos ojos de color agua marina no son suficientes
para que yo le bese la mano a alguien en público.
Cuando por fin el cura se va, acompañado
de nuestro jefe, Bigote y yo nos miramos de nuevo y él me guiña un ojo. También
él tiene los ojos azules y no me había dado cuenta hasta ahora.
Y por fin consigo acordarme.
–¡El pájaro espino!! –grito
en voz alta sin querer.
Me tapo la boca con las dos manos
avergonzada pero ya es tarde, todos
están mirándome como si me hubiera vuelto loca. Todos menos Bigote, que es el
único que parece haber pillado el chiste y se está partiendo de risa en una esquina.
Estoy roja como un tomate o eso creo
por el calor que noto en la cara y voy al baño a refrescarme. A la vuelta, contesto
una llamada de Corbata Hiriente que quiere que Bigote y yo vayamos a su encuentro a un
bar que no conocemos ninguno de los dos. Se me va el sofoco de repente.
El Socio nos dibuja un mapa con
indicaciones en un papelito, pero después de un buen rato dando vueltas,
acabamos tirándolo y preguntando a los viandantes.
Al llegar, Corbata Hiriente está
apoyado en la barra. El local es el
típico bar de ejecutivos aburridos o banqueros muermos: mucho cuero y madera.
El mostrador es un cristal bajo el cual hay una maqueta con soldaditos de juguete
y encima de la cafetera está colgada una placa con el mensaje “ Mucho se ha hablado de la estrategia del
general y poco del coraje de los soldados”. Ahora recuerdo que esa frase la dijo
el primer día en El Hotel. Ya me
extrañaba que fuera de cosecha propia.
–Esta frase guía mi vida –nos
dice trascendente.
Si él lo dice…
Nos pregunta qué nos ha parecido
la bendición. Bigote se encoge de hombros mientras sonríe mirándome y yo digo
un triste “bien” que suena a mentira.
–Ahora que la oficina está
bendecida, todo va a ir bien –dice, más para sí mismo que para nosotros.
Nos acomodamos en una mesa e
inmediatamente saca la pluma que lleva en el bolsillo de la chaqueta para
trazarnos en una servilleta el plan de trabajo para los próximos meses. En
cuanto consigamos vender un par de planes, – nos dice– tendremos liquidez
suficiente para estar desahogados y dedicarnos a “proyectos más ambiciosos “.
Bigote está mirando
descaradamente los mensajes de su móvil sin hacer el más mínimo caso. Me siento
obligada a preguntar por esos proyectos tan ambiciosos pero no recibo
respuesta.
Como ya es hora de comer, nos
pide que le acompañemos al Hotel. Terminamos comiendo allí los tres. Como de
costumbre, pide por nosotros y esta vez ni siquiera invita. “Debemos compartir
gastos si queremos que el negocio funcione”.
Bigote se ofrece a pagar y va a
buscar al camarero. Corbata Hiriente aprovecha para acercarse a mí porque
“quiere hacerme una confidencia”.
–Garay es un pelota – susurra en mi oído–. Le he despedido aunque a él todavía no se lo
he dicho. El problema es que mis
asesores me están intentando convencer para que le readmita.
¿Asesores? He leído en alguna
parte que algunos alcohólicos oyen voces.
Se separa de nuevo y sorprendentemente
me pide que vaya a la oficina, que ya es mi hora de entrada. Quiere quedarse a solas con Bigote. Casi me
siento rechazada. Otra vez la expresión
síndrome de Estocolmo cruza mi mente.
Bigote regresa y me levanto
pensando que a lo mejor es la última vez que le veo. Quiero decirle algo
pero Corbata Hiriente no deja de
mirarme. Carraspeo y suelto un “hasta luego” algo desmayado.
En el Cubo sólo está el Socio en
su escritorio. Me saluda levantando una ceja y vuelve a centrar su atención en
la partida de Solitario.
Imberbe viene un poco más tarde sin corbata y en vaqueros. Mala señal.
Efectivamente, sólo se ha acercado para decir adiós y devolver el boli y el
cuaderno. Una baja en el camino. Creí que aguantaría más que yo, después de
todo había ganado algo de soltura en el club de Madame Piano, pero por lo visto
no ha sido suficiente. Musita algo sobre que no se siente capacitado para
trabajar a jornada completa en un plan de
marketing tan difícil.
El plan al que se refiere es al
del único cliente oficial que tenemos, una asociación sin ánimo de lucro que
nos ha contratado pero que de momento no nos ha pagado.
Se despide de mí con un apretón
de manos y me dice que el martes acabaron en un pub dónde Corbata Hiriente se
dedicó a explicar su estrategia
empresarial a dos rumanas pechugonas mientras él pasaba el peor rato de su
vida.
–Ahí decidí que prefiero estar en paro –me confiesa.
Apenas una hora más tarde, Corbata
Hiriente me llama para que vuelva al Hotel. Por el camino me cruzo con Bigote
que regresa de allí a la oficina. «Vaya»,
pienso, «los asesores han hecho un buen trabajo». Aunque lo más probable es que Bigote no haya llegado a enterarse de que ha estado despedido. En cualquier caso me alegro de verle.
Cuando llego al Hotel, Corbata
Hiriente ya está en un estado bastante lamentable. Apenas se le sostienen las
gafas de todo lo que está sudando y noto que tiene problemas para vocalizar. De
toda la perorata que me suelta, me parece interpretar que no hay tanto trabajo
como él había previsto y que no es su intención tenerme trabajando sin pagar quince
días para luego echarme.
«Sí que han durado poco los
efectos de la bendición», pienso. «¿Qué habrá sido de los proyectos ambiciosos?»
No quiere aprovecharse de mí, («¿en
serio?») y como un cliente nuestro está buscando una chica diplomada en publicidad
que hable italiano para media jornada, le ha dado mi nombre. Que yo no esté
diplomada en publicidad ni hable
italiano, no le ha parecido importante.
Tampoco me fío demasiado. ¿Cliente
nuestro? Si no tenemos.
El estará presente en la
entrevista. Me anima a que me “venda” y que no sea apática. Empieza a
preocuparme esa palabra, ya la ha utilizado varias veces para referirse a mí.
–Ayer la vi en un semáforo, tan apática
como siempre. Flor y látigo, señorita Lidia, flor y látigo.
Por fin deja que me vaya. De
camino al Cubo, Bigote y yo volvemos a cruzarnos. Le ha llamado para que sea mi
relevo. Está claro que no le gusta estar solo.
Nos paramos un ratito a hablar,
ya que en el Cubo no podemos, al estar permanentemente vigilados por el Socio.
Me cuenta que Corbata Hiriente está hasta las cejas de deudas con Hacienda y
que él lo sabe porque un tío suyo le lleva los asuntos financieros. Sigo mi
camino preguntándome si no será esa la verdadera razón de que Bigote conserve
su puesto, y no tanto la opinión de unos asesores fantasma.
No he terminado de entrar al Cubo,
y ya está llamándome de nuevo. Ha convencido al cliente para que vaya al Hotel
y está dispuesto a hacerme la entrevista en ese mismo momento. Tal vez la parte positiva de este trabajo sea
el trabajo de piernas que estoy haciendo con tanto paseíto.
El Socio no está, así que
aprovecho para pintarme las uñas y recogerme el pelo. De vuelta al bar, nuevo
encuentro con Bigote a mitad de camino y nueva parada para hablar. Me guiña un
ojo al despedirnos y me desea suerte.
El cliente resulta ser un vejete
un poco raro, que parece autista y no levanta la vista del plato salvo para
decirme que en realidad no está buscando a nadie, sólo está “sopesando
posibilidades”.
Cuando el “cliente” se va,
Corbata Hiriente me cuenta que se va a París a ver a su madre. Estará fuera una
semana.
–Cuide de la oficina en mi
ausencia, señorita Lidia.
El horóscopo de hoy (Corbata
Hiriente nos obliga a leerlo todos los días) decía que mi futuro está en la
comunicación, más concretamente en los idiomas. Será por eso que tendré que
llamar a mi jefe a París todos los días mientras dure su estancia allí con su
madre, para decirle que he llegado a la oficina, siguiendo rigurosamente sus instrucciones.
También me encarga una nueva
función: la de recibir visitas.
Que yo sepa tampoco tenemos de eso.
Además, si quiere que sea esa mi función no se entonces por qué se ha empeñado
esta mañana, antes de la bendición, en
darle la vuelta a mi mesa para que me siente de espaldas a la puerta.
Por último me da la mano y me
anuncia “en primicia” que está planeando una comida de Navidad con todos.
Después de todo apenas quedan un par de semanas.
Hace un momento no había trabajo
y tenía que cerrar y ahora quiere celebrar la Navidad. Tanto vaivén, físico y
mental, me empieza a marear.
Como ya son más de las siete, no
vuelvo a la oficina. Mientras camino
hacia la parada del bus, caigo en la cuenta de que mañana es viernes. Casi ha
terminado mi primera semana , ¡quién lo iba a decir!
Me duermo pensando en los ojos
azules de El Pájaro Espino, aunque creo que en los sueños que tengo, se
confunden con los de Bigote.
(continuará)
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