Capítulo 2. LA SEGUNDA ENTREVISTA
Al día siguiente, Corbata
Hiriente me llama a la hora de comer.
–¿Podemos quedar mañana al
mediodía? –es su saludo cuando descuelgo el auricular.
Improviso rápidamente una excusa.
Hoy paso de mi psicóloga.
– ¿Entonces quizás el viernes? –insiste–.
Aunque no puedo quedar fijo porque hace
tiempo que no veo a mi hermana y mi cuerpo me pide horas de sueño –hace
una pausa para coger aire –. Los médicos me han dado un toque.
Digo que sí como si hubiera
entendido algo de lo que acaba de decirme.
–Tengo trabajo para usted en el
caso de que me ataque algún virus y caiga enfermo – dice antes de colgar.
Me quedo mirando el teléfono como
una idiota y me sobresalto cuando vuelve
a sonar. Ha olvidado explicarme en qué
consistirá mi trabajo. Prefiere
aclarármelo ahora, no quiere perder tiempo ni hacerme perder el mío.
Y así es como finalmente me
entero de las características del puesto: cuatro horas por la tarde haciendo
labores de secretaria. Sin contrato, por supuesto, haciendo “prácticas”. El
primer mes será sin cobrar y luego me dará una “ayudita” para transporte y
“trapitos”. Estoy demasiado sorprendida
para decir nada, pero es una muestra clara de mi delicada situación actual el hecho
de que me presento el viernes a la hora indicada.
La idea es estar un rato con la
chica que hace las cuatro horas de la mañana.
Estoy un poco nerviosa al llegar,
pero luego pienso que quién me está ofreciendo trabajo (y basura para más inri)
es el tío más borde de la ciudad, así que ya no me preocupo.
A las doce en punto estoy sentada
en la misma silla que la otra vez. Corbata Hiriente, que hoy en realidad sería
Pajarita Hiriente, o Chaleco Floreado, pero
ya es tarde para cambiarle el nombre, me ha puesto “deberes”: tengo que
escribir en un folio lo que espero de la empresa y lo que yo voy a aportar.
Largo un rollo infumable en 15 líneas (que se noten los años de Universidad) y
lo firmo, detalle por cierto, que a él le
gusta mucho.
A continuación tengo que simular
que contesto a una llamada telefónica. Tomándome en serio la tarea, trato de
acercarme la silla para sentarme y coger el auricular y observo alarmada cómo a
mi alrededor todos los habitantes del Cubo dan un respingo al unísono y ponen
cara de susto. Deduzco acertadamente que he cometido el pecado capital de
sentarme en “su” silla.
Tras ese tropezón, me agarra del
codo para conducirme ante la mesa de la secretaria de la mañana, una mujer de
mediana edad con el pelo rubio ceniza y un peinado que ya estaba pasado de moda
en la época en que se llevaba. Gruesa capa de maquillaje y perfume
anestesiante. Tengo que toser para recuperar el aire.
La formación que me ofrece Perfume
Anestesiante consiste en una explicación
pormenorizada de lo que hay en los
cajones y a continuación me entrega un cuaderno. Después me presenta a Calvo
Entero, que resulta ser socio de Corbata Hiriente, quién por cierto está detrás
nuestro todo el rato repitiendo en nuestras nucas como un mantra:
–Ritmo, rumbo, fondo y forma,
señorita Lidia, ritmo, rumbo, fondo y forma.
Como ya es hora de comer, me pide
que vaya con él (mi turno va a empezar a las tres de la tarde). No puedo
negarme y recojo mi bolso resignada.
Cuando estoy dejando mi cuaderno
en el cajón Perfume Anestesiante me dice bajito “suerte”. Me dan ganas de
besarla. Al menos hay alguien normal en esta
oficina, empezaba a pensar que había aterrizado en alguna especie de secta.
Cruzamos las obras del parque y entramos en
una callejuela tétrica dónde hay un pequeño hotel. En un alarde de falta de
imaginación, el rótulo situado en la fachada
pone “El Hotel”. Entramos y vamos directos al restaurante.
Por el camino me ha ido diciendo
que no me preocupe, que las secretarias ya no son como antes, ya no tienen que
comprar entradas de teatro ni regalos para la mujer del jefe. Estoy concentrada
en seguir sus grandes y rápidas zancadas
a saltos por la acera desdentada y no le estoy prestando demasiada atención. Además,
tengo un hambre canina, en mi cartera sólo llevo el bono del bus y me van a invitar a comer. Puedo aguantar un
rato de comentarios machistas.
En el restaurante, al igual que
en la cafetería de ayer, me indica cuál
es la silla que debo ocupar. También me entrega la hojita del menú pero elige
por mí: ensalada y pollo.
Después de la comida, tomamos
café él y té yo. Y después, copa él y té
yo, así unas cuatro o cinco veces. Entre
medias, hace venir a Medio Calvo, para
“despachar” con él un rato.
Aprovechando una ausencia de
Corbata Hiriente para visitar el baño, Medio Calvo me explica bajito que nuestro
“amado jefe” es alcohólico y está pasando una crisis, porque su mujer le ha
dejado, su hijo no le habla, se acaba de mudar y no tiene amigos.
–Lo raro es que su mujer no le
despachara antes. Es un cabrón borracho de mierda y hay que andarse con ojito. Se
cree poco menos que el empresario del año y es sólo un desgraciado muerto de
hambre –Medio Calvo escupe las palabras enfadado–. En cuanto encuentre algo me largo y que le den
por el culo.
Medio Calvo me resulta tan
repulsivo en su forma de hablar, que casi consigue el efecto contrario de
convertir a Corbata Hiriente en simpático.
Afortunadamente, se va en cuanto nuestro jefe vuelve del baño.
Otra vez a solas, Corbata
Hiriente me explica que lo que estamos haciendo también es trabajo.
–No se confunda, formas y formas,
señorita Lidia –dice sin que yo sepa a
cuento de qué.
Creo que nunca me han tratado ni
he tratado tanto de Usted como estos días. Pero resulta que no me disgusta, me
ofrece la distancia justa que necesito
con este individuo al que curiosamente las palabras de Medio Calvo han hecho
parecer algo más humano.
Me dice que soy muy elegante, que
combino bien los colores y que le gustan mis zapatos. Según se va emborrachando, su manera de hablar
se amanera un poco. Ahora me fijo en las rojeces de su cara tan típicas de la
gente que bebe demasiado, y en sus ojeras y sus ojos oscuros siempre llorosos.
Aún así, para alguien que no le conozca, puede resultar un maduro interesante.
Alto, con porte, de los de traje ,
chaleco y corbata, camisa inmaculada y
salvo esa tendencia a elegir corbatas
estridentes, con cierto estilo. Eso sí, en cuanto abre la boca, toda impresión positiva
se desvanece.
El camarero nos pide amablemente que
vayamos a la zona de la cafetería, ya que tienen que terminar de recoger el
restaurante. Mi jefe le mira como si
fuera una babosa repugnante, casi parece que va a escupirle pero termina
levantándose y nos acomodamos en otra mesa.
Después de elegirme la silla, me
regaña como a una niña por apoyarme en el respaldo y no en la mesa. Tengo que
demostrar interés y si me apoyo en la silla, puede parecer que estoy a la
defensiva. «Parece porque lo estoy», pienso.
Hace venir a Bigote Garay, y
mientras llega, le describe como a un
aldeano al que probablemente despedirá en enero. Cuando llega, se embarcan en
una discusión interminable sobre un cliente mal pagador, pero Bigote es
afortunado, tiene entrenamiento de rugby y en cuanto dan las siete dice que se va mientras yo
tengo que continuar enganchando tés y visitas al baño.
Por fin salimos a la calle. Mi
acompañante va "cargadito" de Cutty Sark y su espalda ya no está tan recta como
el día que le conocí. Al ir a cruzar una
calle, casi se da de bruces con una monja que le esquiva en el último momento. Unos
metros más adelante, me agarra
inesperadamente del brazo y me obliga a girarme con él para seguir a la monja.
Tenemos que correr para alcanzarla. Cuando lo hacemos, le dice que desea profundizar en su vida espiritual. La asombrada monja nos mira con cara de susto,
pero mi cara de desconcierto debe de darle algo de confianza y acaba por invitarnos a la residencia de
ancianos a la que se dirige y que está ahí al lado.
Hacia allí nos encaminamos
mientras yo voy pensando que a lo mejor,
secta no, pero igual sí que he aterrizado en algún universo paralelo.
Cuando entramos, un montón de jubilados interrumpen su partida de cartas para
mirarnos. Mientras Corbata Hiriente lo curiosea y toquetea todo, yo tengo que
pedir permiso para ir al baño. Tanto líquido está haciendo estragos y nunca he
necesitado con tanta urgencia un retrete. Casi echo a correr mientras voy
sorteando ancianos y taca–tacs por un interminable pasillo.
Salimos después de que la monja
nos invite a pasarnos otro día a tomar un chocolate con churros. Corbata
Hiriente se ofrece a hacerles un plan de marketing a un “módico precio” y le da
su tarjeta.
Salimos a la calle y me acompaña de
nuevo a la parada del autobús mientras me pregunta una y otra vez si voy a
volver al día siguiente. No sé qué
contestarle. Le digo que conduzca con cuidado y por primera vez desde que le
conozco me sonríe.
Llego atontada a casa. Son las
diez de la noche y salvo el rato de la mañana no he pisado la oficina. Termino
el día llorando en el baño. He regresado a la realidad y constato lo anormal
que ha sido el día de hoy. Con todo, ha supuesto un cambio en la maldita rutina.
No sé si odio más a este individuo o me da pena, dos sentimientos que
curiosamente tengo a menudo hacia mí misma.
(continuará)
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